miércoles, 16 de enero de 2013

Para leer en la Owen... un cuento de la Yourcenar

Cómo se salvó Wang-Fô
Marguerite Yourcenar

 
El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de los Han. El reino de los Han era el nombre que, por aquellos tiempos, se daba a la gran China.
Nadie pintaba tan bien como Wang-Fô las montañas saliendo de la niebla, los lagos con vuelos de libélulas y las grandes olas del Pacífico vistas desde las costas.
Decían que sus imágenes santas satisfacían de inmediato los deseos expresados en las oraciones; cuando pintaba un caballo, siempre lo hacía atado a una estaca, o sujeto de las riendas, sin lo cual el caballo escapaba del cuadro a galope para nunca más volver. Los ladrones no se atrevían a entrar en casa de aquellas personas para las que Wang-Fô había pintado un perro guardián.
Wang-Fô hubiera podido ser rico, pero le gustaba más regalar que vender. Distribuía sus pinturas entre las personas que las apreciaban en su verdadero valor, o bien las trocaba por un tazón de comida. Sólo amaba sus pinceles, sus rollos de seda o de papel de arroz y sus barritas de tinta de diversos colores, que él frotaba contra una piedra, para mezclar después el polvo con un poco de agua.
Ling, a cambio de sus lecciones, le prodigaba todos los cuidados que un discípulo debe a su maestro. Mendigaba arroz cuando Wang y él andaban escasos de moneditas de plata y, cuando las gentes eran demasiado avaras y no les daban nada, robaba. Por las noches, cuando el anciano estaba cansado, le daba un masaje en los pies, y por las mañanas se levantaba muy temprano para mirar por los alrededores, con objeto de ver si había algún paisaje que pudiera gustarle al maestro para pintarlo.
Una tarde, al ponerse el sol, llegaron a los arrabales de la capital y Ling buscó para Wang-Fô una posada donde pasar la noche. El viejo se envolvió en unos harapos y Ling se acostó a su lado para calentarlo, pues la primavera acababa apenas de llegar y el suelo de barro estaba todavía helado. Ling sufría al ver la suciedad de la posada, pero al anciano le encantaban las sombras temblorosas que una pobre lámpara proyectaba sobre las paredes y unos extraños dibujos que formaban en el techo las manchas de hollín. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos, así como gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció recordando que el día anterior había robado un pastel para la comida del maestro. Como no le cabía duda alguna de que venía para arrestarlo, se preguntó quién ayudaría mañana al viejo a vadear el próximo río.
Entraron los soldados con unos faroles. La llama que se filtraba a través del papel de colores ponía en sus rostros reflejos encarnados, amarillos y azules. Rugían como fieras y la cuerda de sus arcos vibraba a cada grito que daban. Uno de ellos puso la mano con brusquedad en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse con admiración en el bordado de sus mantos.
Sostenido por su discípulo, Wang-Fô los siguió, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes agrupados se mofaban de aquellos ladrones a quienes, sin duda, iban a ejecutar. A todas las preguntas de Wang, los soldados respondían con una mueca salvaje. Le dolían las manos, que llevaba atadas, y Ling, desolado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.
Llegaron a la puerta del palacio imperial cuyos muros color violeta ponían en pleno día un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear unas salas circulares o cuadradas, cuyas formas simbolizaban las estaciones del año, los puntos cardinales, la luna y el sol, la longevidad y las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían notas de música, y su disposición era tal que podían recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Oriente a Poniente. Por fin se hizo tan grande el silencio que apenas se atrevía uno a respirar; un esclavo levantó una cortina y el grupito entró en la estancia donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.
Era una estancia espaciosa, sostenida tan sólo por macizas columnas de piedras azules. Un jardín florecía a su alrededor y cada una de las flores de sus bosquecillos pertenecía a una rara especie venida de allende los océanos. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que las meditaciones del Dragón Celeste se vieran turbadas por los buenos olores. Un muro enorme separaba el jardín del resto del paso por los barrios de los pobres y los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.
El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban tan arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años.
Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la más mínima palabra que saliera de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja.
—Dragón Celeste –dijo Wang-Fô posternándose–, soy viejo, soy pobre, soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo sólo tengo una y muy pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Me han atado las manos, que jamás te hicieron daño alguno.
—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? –dijo el Emperador.
Su voz era tan dulce que daba ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transformaban en verde como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de recordar si alguna vez había hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato mediocre, que mereciese la muerte. Mas era poco probable pues, hasta aquel momento, Wang-Fô había frecuentado muy poco la corte de los emperadores, prefiriendo las chozas de los granjeros o, en las ciudades, las tabernas de los muelles donde riñen los estibadores.
—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? –repitió el Emperador inclinando su delgado cuello hacia el anciano que le escuchaba–. Voy a decírtelo. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas al fondo de su palacio y yo crecí en aquellas grandes salas, viejo Wang-Fô, pues no me permitían salir por miedo a que tropezase con algún desgraciado y su infelicidad turbase mi espíritu o inquietara mi corazón. Nadie, salvo unos cuantos viejos servidores, que se dejaban ver lo menos posible, tenía derecho a franquear mi umbral, por miedo a que la sombra de los transeúntes se extendiera hasta mí. Por las noches, cuando no lograba dormirme, contemplaba tus pinturas y durante diez años las estuve contemplando todas las noches. De día, sentado en una alfombra cuyos dibujos me sabía de memoria, descansando la palma de mis manos sobre mis rodillas de seda amarilla, me imaginaba el mundo, con el país de Han en medio, semejante al llano hueco y monótono de la mano surcado por las líneas profundas de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a imaginar todas estas cosas, yo me valía de tus pinturas. A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Mandé que me trajeran una litera: sacudido por unos caminos cuyo barro y piedras no había yo previsto, recorrí las provincias del Imperio sin encontrar tus jardines llenos de mujeres semejantes a las flores, ni tus bosques repletos de antílopes y de pájaros. Los guijarros de las orillas me hicieron aborrecer los océanos; la fealdad de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales y la risa soez de mis soldados me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el reino de Han no es el más hermoso de todos los reinos y yo no soy el Emperador. El único Imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel en que tú penetras, viejo Wang-Fô, por el sendero de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre las llanuras cubiertas de una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de flores que no pueden morir. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyas pinturas me han hecho aborrecer lo que poseo y anhelar lo que no voy a poseer. Y para encerrarte en el único calabozo del que no podrás salir, he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y como tus manos son los dos caminos, con sus diez bifurcaciones, que conducen al corazón de tu imperio, he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese miserable.
Ling dio un salto hacia delante para evitar que su sangre manchase el traje del maestro. Los servidores se llevaron sus restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo había dejado en el pavimento de piedra verde.
El Emperador hizo una seña y dos esclavos le limpiaron los ojos a Wang-Fô.
—Óyeme, viejo Wang-Fô –dijo el Emperador– y seca tus lágrimas porque no es el momento oportuno para llorar. En la colección de tus obras que poseo, hay una pintura admirable, en la que se reflejan las montañas, el estuario de un río y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una intensidad que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran en las paredes de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y quiero que tú dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar tu obra de arte. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y yo puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de tu suplicio mandaré quemar todas tus obras, y serás entonces como un padre que ve morir antes que él a toda su posterioridad.
Obedeciendo a una seña del dedo meñique del Emperador, dos esclavos trajeron respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había dibujado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Eligió uno de los pinceles que le presentaba un servidor y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. El esclavo, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal y, más que nunca, Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.
Wang-Fô empezó por teñir de rosa la punta de una nube que se había posado en una montaña.
Luego añadió unas leves arrugas en la superficie del mar, que no hacían sino acentuar su profunda serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no se daba cuenta de que trabajaba con los pies en el agua.
La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido de los remos se elevó de repente en la distancia, vivo y acompasado como un aleteo. Fue acercándose, llenó toda la estancia, luego cesó y unas gotas temblaron, inmóviles, suspendidas en los remos del batelero. Hacía mucho que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang-Fô se había apagado en el brasero del verdugo. Con el agua hasta los hombros, paralizados por la etiqueta, los cortesanos se empinaban sobre la punta de sus pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que se hubieran podido oír caer unas lágrimas.
Era Ling, en efecto. Llevaba puesto un traje viejo de diario, y su manga derecha aún conservaba huellas de un enganchón que no había tenido tiempo de coser por la mañana, antes de que llegaran los soldados. Pero lucía, alrededor del cuello, una extraña bufanda roja.
Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras seguía pintando:
—Creí que habías muerto.
—Estando vos vivo –dijo respetuosamente Ling–, ¿cómo hubiera podido yo morir?
Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de manera que Ling parecía navegar por el interior de una gruta.
Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes y la superficie como serpientes y la cabeza del Emperador flotaba como un loto.
—Mira, discípulo mío –dijo melancólicamente Wang-Fô–, esos desventurados van a perecer, si no lo han hecho ya. Yo no me imaginaba que hubiera bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
—No temas nada, Maestro –murmuró el discípulo–. Pronto se hallarán a pie enjuto y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas para perderse en el interior de una pintura.
Y añadió:
—La mar está tranquila y el viento es favorable; los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.
—Partamos –dijo el viejo pintor.
Wang-Fô cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. El ruido de los mismos invadió de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que recuperaban su forma de columnas. Pronto quedaron únicamente unos pocos charcos brillantes en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos se habían secado, pero el emperador conservaba todavía unos copos de espuma en la orla de su manto. El rollo desplegado y terminado por Wang-Fô estaba apyado en una colgadura. Una barca ocupaba todo el primer término. Se iba alejando poco a poco, dejando tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en el bote. Pero aún se vislumbraba la bufanda roja de Ling, y la barba de Wang-Fô flotaba al viento.
La pulsación de los remos fue debilitándose, luego cesó, borrada en la distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera, miraba alejarse la barca de Wang, que ya no era sino una imperceptible mancha en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó y se desplegó sobre el mar.
Finalmente, la barca viró alrededor de una roca que cerraba la entrada a la alta mar; el surco se borró de la superficie desierta y el pintor Wang-Fô y su discípulo desaparecieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.

Yourcenar, Marguerite. Cómo se salvó Wang-Fô. México: Conaculta, 2011.

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