DESCUBRIENDO LA SELVA
Ramón Rubín
A
mis veintidós años era un obstinado catador de sensaciones a la par que un
aturdido autosuficiente muy poco dispuesto a aprovechar experiencias ajenas o a
escuchar y atender advertencias y consejos. Me costaba un gran esfuerzo conceder
que hubiese otras causas que la estulticia y la falta de imaginación para que
los demás desdeñaran por impracticable lo que había descubierto como estupendo
y cargado de originalidad.
Después
de todo, esa fértil capacidad para la percepción de sensaciones solía ser el
punto de partida en la forja de los cuentos que afanosamente escribía; y estaba
resuelto a soportar las mayores molestias con tal de acrecentar el acervo de
impresiones, necesario en mi oficio de autor de historias sensacionales y realistas.
Durante
un viaje en el traqueteante y tosigoso ferrocarril del Istmo se me ocurrió la
idea de saborear de frente, a pleno pulmón y en noche oscura, el espectáculo de
la enmarañada y exuberante selva tropical; y descendí al andén en la estación
de Matías Romero, para suplicarle al maquinista, en la caseta de mandos de la
jadeante locomotora a vapor, que me permitiese viajar hasta Ixtepec encaramado
en la testera de la máquina.
El
hombre me miró con estupor al escuchar semejante pretensión.
—¿Quiere
ir allí? —me preguntó incrédulo, señalando hacia adelante.
—Exactamente
—repuse—. Deseo conocer y experimentar a pleno cuerpo los misterios y
sensaciones de la selva en la noche. Bajo el fanal hay una plancha algo volada
de la plataforma y dos escalerillas de hierro de donde puedo agarrarme.
—No
se lo aconsejo —trató de objetar.
Pero
yo le interrumpí impertinente:
—No
vine a pedirle consejo, sino a suplicarle que me permita ir allí.
—Pero…
—trató aún de hacerme ver.
—Sí.
Me doy cuenta de que no es nada cómodo —volví a interrumpirle—. Pero estoy
decidido a aceptar las molestias para conocer de primera mano esas sensaciones.
Vi
la burla en su gesto; pero me sentía tan desdeñoso de su escepticismo, seguro
de que su torpe vulgaridad jamás podría comprender mis anhelos, que no le di
importancia.
Antes
de acceder hizo que le reiterase la promesa de que por ningún motivo me
soltaría de las escalerillas. Entendí que se sentía medroso de que alguna
torpeza o descuido me hiciera perder el equilibrio y fuera a caer y matarme
metiéndole a él en responsabilidades que le asustaban por haber consentido que
viajase allí y puse todo el énfasis de mi autosuficiencia en asegurarle que no
era ningún suicida, ni tan estúpido como para soltarme yendo el tren en marcha.
—Bueno.
Si es su gusto… —accedió, fastidiado más por mi petulancia que por mi
obstinación—. Pero insisto en que de ninguna manera se suelte.
Triunfante,
me trasladé al testero de la locomotora, tomando asiento en la plataforma que
se proyectaba bajo el reflector, e hice ambos brazos hacia atrás trenzándolos
entre los peldaños de las escalerillas que me quedaban por ambos lados y a mi
espalda, y me revolví en el asiento hasta quedar razonablemente cómodo y seguro
de mi equilibrio.
La
noche estaba oscura como boca de mina y el poderoso haz de luz del reflector
abría un ancho camino en las tinieblas reflejando en las miríadas de
corpúsculos que ambulaban en el aire un firmamento de diminutas chispas
fugaces. Asumí que era una buena representación del Sol brindándoles el reflejo
de su luz a los planetas y me abismé en ello y en la variedad de tonos con que
el croar de los sapos y las ranas le daba un fondo orquestal a ese espectáculo
de sabor cósmico.
La
proximidad de la potente lámpara sobre mi cabeza despedía un calor que me hizo
sentir molesto. Pero me consolé considerando que una vez en marcha el tren, el
aire de la velocidad me daría de frente y, refrescándome, aliviaría aquel
suplicio.
No
transcurrió mucho rato antes de que oyera voces del conductor y del jefe de
estación, el tañido persistente de la campana de la máquina que colgaba más
arriba del fanal y un breve y agudo silbatazo. Los émbolos y las bielas
empezaron a girar sobre las excéntricas arrojando chisguetazos de vapor por
cada coyuntura o por las válvulas. El convoy comenzó a moverse trabajosamente.
Y yo me dispuse a disfrutar la sensacional experiencia de irrumpir en los
misterios nocturnos de la selva tropical sirviéndole de mascarón de proa a la
locomotora.
No
era aquel un tren de alta velocidad ni mucho menos. A duras penas conseguiría
levantar cincuenta kilómetros por hora, paso al que difícilmente peligrara mi
seguridad yendo tan bien agarrado. Tampoco me preocupaba el equilibrio de mis
antiparras, por más que éstas iban a recibir de frente el impacto de las
ráfagas de pesado aire del trópico que la marcha suscitaría. Pero me afligió
cierto temor notando que con el avance de la locomotora la vía parecía hundirse
bajo su peso, así como la tronante sonoridad que adquiría el traqueteo de sus
ruedas en la unión de cada segmento de riel y al remontar los cambios del
desviadero.
Empezaba
a recuperarme de esa sensación medrosa, cuando vinieron a dar sobre mi
desamparado rostro, con el acrecentamiento de la velocidad y encandilados sin
duda por la fuerte luz del reflector, los primeros abejorros.
No
lo llevaba previsto y colegí que había cometido una imprudencia.
Pero
sólo me daría cuenta de su magnitud hasta que el túnel de espesa y fragante
vegetación selvática se fue cerrando sobre la vía y la marcha del tren adquirió
al atravesarlo su máximo impulso.
Muy
pronto tuve que olvidarme de aquel propósito de develar los misterios de la
selva en la noche, pues me vi obligado a cerrar los ojos. Ya no era uno que
otro abejorro el que llegaba a azotarme con su maldito impulso de proyectil de
cerbatana, las mejillas, la frente, el mentón, la nariz, las orejas o los
párpados, sino una verdadera pedrisca de éstos, de talqueadas mariposas, de
trepidantes moscardones y blindados como coleópteros, amén de todo género de
insectos menores y de mosquitos zumbantes, los cuales, sorprendidos cuando iban
en vuelo por el deslumbramiento del reflector y atraídos por una especie de
fuerza centrípeta de la velocidad, desencadenaban sobre mi semblante una
furiosa granizada.
Muchos
de ellos, encolerizados acaso por aquella inesperada contingencia, al
recuperarse del golpe se vengaban clavando en mi carne sus dolorosos aguijones.
Y antes de que hubiera transcurrido un minuto, mi cara estaba tumefacta y
plagada de chipotes que no sabía si atribuir a los golpes o a las picaduras.
Como
quiera que no me atrevía a soltar las manos aferradas a las escalerillas para
tratar de defenderme, resolví que no debía seguir exponiendo el rostro a tan
malhadado desafío y agaché mi cabeza para protegerlo, permitiendo que el daño
viniese a dar sobre la parte acolchonada por el cabello, en la ridícula actitud
de un toro que, dispuesto a embestir, se enfrenta a la adversidad apuntándole
con una agresiva cuanto ilusoria cornamenta.
Aún
así, la pedrisca llegó a ser tal, que tamborileaba sobre mi cráneo sin que
sirvieran de obstáculo los mechones de mi abundante cabello, y como algunos
abejorros conseguían enredarse y sostenerse en éste mucho mejor que en las
superficies depiladas del semblante, sus picaduras y los líquidos fétidos o
irritantes que los mayates expelían iban convirtiéndome rápidamente la testa en
un infierno de lumbre, así como desgarrándome la piel en las orejas y el
cuello.
Tuve
que arriesgarme a soltar una de las escaleras para disponer de una mano y
guardar en el bolsillo de mi camisola las antiparras, que amenazaban
desprendérseme por el peso de los despojos agonizantes que se habían ido
acumulando tras de los vidrios, poniendo a la vez en peligro a mis ojos a pesar
de llevar cerrados sus párpados; después, atemorizado por una sacudida de la
máquina que puso en predicamento mi equilibrio, volví a asirme, resignado a
continuar así estoicamente, asaeteado, por todos los insectos del orbe y
embistiendo hipotéticamente a mi desventura.
De
Matías Romero a la estación inmediata el tren solía hacer poco más de media
hora y amenazaba ser la media hora más larga y angustiosa de mi vida.
Pensé
gritarle al sádico maquinista, que debía ir atento y regocijado por mi
desgracia, implorándole que detuviese el convoy unos instantes; pero, aparte de
que resultaba harto dudoso que me consiguiera oír y más aún que se aviniese a
complacerme, lo sentí demasiado humillante para los pudores de mi amor propio y
mi hombría. También pensé trepar a la plataforma que soportaba el tanque
cilíndrico o caldera de la máquina y alcanzar, recorriéndola por los pasillos
laterales, la caseta de mandos, pero detrás del reflector todo estaba
tenebrosamente oscuro, y no me sentía cierto de que hubiera paso ni acertaba a
suponer de cuáles hierros me podía aferrar que no fueran tubos de vapor
hirviente donde se hubieran abrasado mis manos.
Miríadas
de insectos siguieron así vengando en mi indefensa cabeza la furia del encandilamiento
y el golpe, torturándome con sus testarazos y aguijones…
Hasta
que empecé a sentir que, favorecidos porque mi postura tendía a levantar el
cuello de mi camisa, algunos de ellos iban pasando vivos al interior de ésta y
empezaban a herir con todos los excesos de su cólera la dermis hasta entonces
intacta de mi tórax, mis axilas y mi vientre, sin que me fuera dada otra
defensa contra ello que la de contorsionarme como un epiléptico.
Entonces
resolví que no podía continuar sometido a tantos estragos y que debía a
cualquier costo desprenderme de mi asidero para buscar una posición más
favorable a la defensa.
Solté
una mano y la pasé, cruzando el brazo e inclinado y retorciendo el cuerpo, a la
escalerilla de donde se aferraba la otra; luego solté ésta y haciéndome ovillo
hasta volverme de espaldas, me así como ella de la escalera abandonada, de modo
que había conseguido invertir mi orientación quedando ahora de frente a la
máquina; y puesto que así no me era posible sentarme, tuve que subir mis rodillas
al saliente de la plataforma, asumiendo una grotesca postura a gatas y
culimpinado, en la cual les ofrecía mi grupa a los agresores y hurtaba a su
desenfreno la antes desamparada cabeza.
Era una
colocación en cierto modo enojosa. Atormentaba mis rodillas sobre las que
pesaba todo mi cuerpo; pero, aunque muy vulnerable a los golpes y a los
aguijones toda la extensión de mis dos heroicas prominencias glúteas, evitaba
que continuara el daño en órganos tan sensibles como los de la cara, aparte de
que mis expuestas posaderas estaban ligeramente más protegidas mediante unos
pantalones de mezclilla, desventuradamente luidos por el uso, y por unos
calzoncillos de percal que sólo los agresores de aguijón más prominente
conseguían taladrar para llegarme a las carnes.
Martirizado
de todo el cuerpo y humillado en mi dignidad por esa inconveniente situación,
me mantuve sin embargo en ella aceptándola como un mal menor… Hasta que, al
cabo de una eternidad, la locomotora lanzó un silbatazo que me sonó jubiloso;
entonces arriesgué un ojo para atisbar un instante por entre mis piernas hacia
el extremo de la vía, y por el parpadeo de unas lucecitas rojas y verdes en la
distancia deduje que nos acercábamos a la anhelada estación.
No
resultaba ciertamente decoroso desfilar en aquella desairada postura a lo largo
de su andén iluminado, mas sería un suplicio demasiado grande intentar la
maniobra de voltearme y me resigné a desafiar cualquier ironía.
Hice,
pues, en esa grotesca postura mi entrada triunfal en la estación; y no bien se
detuvo entre resoplidos la locomotora, brinqué a tierra poniéndome a restregar
las insoportables hinchazones, a expulsar de bajo la faldeta de mi camisola a
los intrusos que correteaban su histérico frenesí sobre mis carnes y a
comprobar si a pesar de todo mis ojos se conservaban útiles.
Estaba
medio cegato, pero presumo que era más por el dolor y la inflamación
colindantes que por alguna lesión en mis pupilas.
Me
coloqué las antiparras y sacudiéndome todos los apachurrados despojos de mis
enemigos y algunos de éstos atrapados vivos o agonizantes por el escote y entre
el cabello, hice un esfuerzo supremo para recobrar la entereza, la dignidad y
la arrogancia, y, aunque con cierta torpeza y retorcimiento en el andar, pues
aún era viva y general mi tortura, me dispuse a desafiar erguido y con cierta
insolencia la expectación del maquinista, que asomado a su ventanuco silbaba
burlón una tonadilla picaresca, para darle a entender que no era el mío un
ánimo que se quebrantase por tan deleznables contingencias.
Decidí,
sin embargo, no seguir a Juchitán, como lo había tenido por propósito. Hube de
quedarme en Ixtepec, donde estuve encamado una semana, con fiebres altas y la
cara y la cabeza desfiguradas y monstruosas a causa de la hinchazón y las
escoriaciones.
Rubín, Ramón. Casicuentos en salsa chirle. México: Diforcur, 1991
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