Suite francesa
Irene Némirovsky
Ella
no se acordaba en absoluto del personaje de Lucienne.
—¡Ah,
sí, claro! –mintió–. ¡No sé en qué estaría pensando!
—Yo
también me lo pregunto –replicó él con tono herido. Pero la vio tan contrita y
humilde que le dio pena y se ablandó–. Te lo digo siempre: no le prestas
suficiente atención a los secundarios. Una novela tiene que parecerse a una calle
llena de desconocidos por la que pasan no más de dos o tres personajes a los
que se conoce a fondo. Mira a Proust y algunos otros que han sabido sacarle
partido a los secundarios. Los utilizan para humillar, para empequeñecer a sus
protagonistas. Nada más saludable en una novela que esa lección de humildad
dada a los héroes. Recuerda Guerra y paz:
las campesinas que cruzan la carretera riendo ante la carroza del príncipe
André lo verán hablar primero para ellas, para sus oídos, y de pronto la visión
del lector se eleva: ya no hay un solo rostro, una sola alma. Descubre la
multiplicidad de los moldes. Espera, voy a leerte ese pasaje, es notable.
Enciende la luz –pidió, porque se había hecho de noche.
20
Albert, el gato de los Péricand, había hecho su cama en la habitación en que
dormían los niños. Primero se había subido al cubrepiés floreado de Jacqueline
y había empezado a amasarlo y mordisquear la cretona, que olía a pegamento y
fruta, hasta que el ama lo había echado. Pero, en cuanto la anciana le daba la
espalda, el animal volvía al mismo sitio con un silencioso salto y una gracia
alada. Así hasta tres veces. Al final. Albert
tuvo que renunciar a la lucha y acomodarse en un sillón, medio tapado con la
bata de Jacqueline. En la habitación, todo dormía. Los niños descansaban
plácidamente y el ama se había quedado traspuesta rezando el rosario. Albert, inmóvil, con el cuerpo oculto
bajo la bata de franela rosa, tenía uno de sus verdes ojos clavado en el
rosario, que brillaba a la luz de la luna, y el otro, cerrado. Poco a poco, con
extraordinaria lentitud, sacó una pata, luego la otra, las estiró y sintió cómo
se estremecían desde la articulación del hombro, resorte de acero disimulado
bajo el suave y cálido pelaje, hasta las duras y transparentes uñas. Cogió
impulso, saltó sobre la cama del alma y se quedó observándola, totalmente
inmóvil; sólo le temblaban sus finos bigotes. Estiró una pata e hizo oscilar
las cuentas del rosario; al principio apenas las rozó, pero luego le cogió
gusto al fresco y liso tacto de aquellas esferas diminutas y perfectas, que
rodaban entre sus uñas, y les dio un pequeño tirón. El rosario cayó al suelo y Albert, asustado, se escondió bajo el
sillón.
Poco
después, Emmanuel despertó y se puso a llorar. Las ventanas y los postigos
estaban abiertos. La luna iluminaba los tejados del pueblo; las tejas relucían
como escamas de pez. En el perfumado y apacible jardín, la plateada claridad
fluía como un agua transparente que ondulaba y abrazaba suavemente los árboles
frutales.
Levantando
con el hocico los flecos del sillón, el gato contemplaba aquel espectáculo con
una gravedad asombrada y soñadora. Era un gato muy joven que sólo conocía la
ciudad; allí, las noches de junio sólo se barruntaban y a veces se conseguía
respirar una de sus tibias y embriagadoras bocanadas, pero aquí el aroma
llegaba hasta sus bigotes, lo asaltaba, lo envolvía, lo invadía, lo aturdía…
Con los ojos entrecerrados, el felino se dejaba inundar por oleadas de
penetrantes y gratos olores: el de las últimas lilas, con sus tenues efluvios
de descomposición; el de la savia que fluye por los árboles y el de la tierra,
tenebroso y fresco; el de los animales, pájaros, topos, ratones, todas sus
presas, un olor almizclado, a pelaje y a sangre… Albert bostezó de hambre y saltó al alféizar de la ventana. Luego
se dio un tranquilo paseo por el canalón. Allí era donde, dos noches antes, una
enérgica mano se había apoderado de él y lo había arrojado a la cama de la
inconsolable Jacqueline. Pero esa noche no se dejaría coger. Calculó con la
mirada la distancia del canalón al suelo. Aquel salto era un juego para él,
pero al parecer pretendía darse importancia a sus propios ojos exagerando la
dificultad. Balanceó los cuartos traseros con ostentación y arrogancia, barrió
el canalón con su larga y negra cola, echó atrás las orejas, saltó al vacío y
aterrizó en la tierra recién removida. Tras un instante de vacilación, pegó el
hocico al suelo; ahora estaba en el corazón, en el seno más profundo, en el
regazo mismo de la noche. Así era como había que olerla, a ras de tierra; los
aromas estaban allí, entre las piedras y raíces; todavía no se habían atenuado
ni evaporado, ni mezclado con el olor de los humanos. Eran secretos, cálidos,
estaban vivos, hablaban. Cada uno era la emanación de una pequeña vida
escondida, feliz, comestible… Escarabajos, ratones de campo, grillos y ese
sapillo cuya voz parecía llena de lágrimas cristalinas… Las largas orejas del
gato, rosados cucuruchos cubiertos de pelaje plateado, puntiagudas y
delicadamente vueltas hacia dentro como una flor de dondiego, se irguieron para
captar los tenues sonidos de las tinieblas, tan leves, tan misteriosos y –sólo
para él– tan claros: los crujidos de un nido en que un pájaro cuidaba a sus
polluelos, roces de plumas, el débil martilleo de un pico en un tronco,
agitación de alas, de élitros, de patas de ratón arañando suavemente la tierra,
e incluso la sorda explosión de las semillas al germinar. Ojos de oro huían en
la oscuridad, los gorriones dormidos entre el follaje, el gordo mirlo negro, el
paro y la hembra del ruiseñor, cuyo macho estaba bien despierto y le respondía
desde el bosque y junto al río.
También
se oían otros ruidos: una detonación que crecía y se desplegaba como una flor a
intervalos regulares, y cuando cesaba, el temblor de todas las ventanas del
pueblo, el chirrido de los postigos abiertos y de nuevo cerrados en la
oscuridad y las palabras angustiadas que se lanzaban de ventana a ventana. Al
principio, con cada explosión, el gato daba un respingo y se quedaba con la
cola erguida: reflejos de muaré recorrían su pelaje y sus bigotes estaban
tiesos de miedo. Luego se fue acostumbrando a aquel estrépito; sonaba cada vez
más cerca y seguramente lo confundía con una tormenta. Dio unos brincos por los
arriates y deshojó una rosa de un zarpazo: estaba abierta y sólo esperaba un
soplo para caer y morir; sus pétalos blancos se habrían ido esparciendo por el
suelo como una lluvia blanda y perfumada. De pronto, el gato se encaramó a lo
alto de un árbol con la rapidez de una ardilla, arañando la corteza a su paso.
Los pájaros alzaron el vuelo, asustados. En la punta de una rama, el felino
ejecutó una danza salvaje, guerrera, insolente y temeraria, desafiando al
cielo, la tierra, los animales, la luna… De vez en cuando abría su estrecha y
profunda boca y soltaba un maullido destemplado, una aguda y retadora llamada a
todos los gatos del vecindario.
En el
gallinero y el palomar todos despertaron, se estremecieron y escondieron la
cabeza bajo el ala, percibiendo el olor de la amenaza y la muerte; una pequeña
gallina blanca saltó atolondradamente sobre una cubeta de cinc, la volcó y
salió huyendo entre despavoridos cloqueos. Pero el gato ya había saltado a la
hierba y estaba inmóvil, al acecho. Sus redondos ojos amarillos relucían en la
oscuridad. Se oyó un ruido de hojarasca removida y el gato volvió con un
pajarillo inmóvil entre las fauces. Con los ojos cerrados, lamió lentamente la
sangre que manaba de la herida, saboreándola. Había clavado las uñas en el
pecho del ave, y siguió separándolas y volviendo a hundirlas en la tierna
carne, entre los frágiles huesos, con un movimiento lento y regular, hasta que
el corazón dejó de latir. Luego se comió al pájaro sin prisa, se lavó y se
lamió la cola, la punta de su hermosa cola humedecida por la noche. Ahora se
sentía inclinado a la clemencia: una musaraña pasó corriendo por su lado sin
que se molestara en atraparla, y un topo se llevó un zarpazo en la cabeza que
lo dejó con el hocico ensangrentado y medio muerto, pero la cosa no pasó de
ahí: Albert lo contempló con una
ligera palpitación desdeñosa de las fosas nasales y no lo remató. Otra clase de
hambre había despertado en su interior: sus ijares se hundían; levantó la
cabeza y volvió a maullar, con un maullido que acabó en un chillido imperios y
ronco. Sobre el techo del gallinero acababa de aparecer una vieja gata,
enroscada a la luz de la luna.
La
breve noche de junio tocaba a su fin, las estrellas palidecían, un olor a leche
y hierba húmeda flotaba en el aire; la luna, semioculta tras el bosque, ya no
enseñaba más que un cuerno rosa difuminado en la bruma cuando el gato, cansado,
victorioso, empapado de rocío, con una brizna de hierba entre los dientes, se
deslizó en la habitación de los niños, saltó a la cama de Jacqueline y buscó el
tibio hueco de sus pequeños y delgados pies. Ronroneaba como un hervidor.
Instantes
después, el polvorín saltó por los aires.
La
extensión de césped, que no se había podado en dos años, ya estaba cubierta de
ranúnculos. El oficial se sentó en la hierba y extendió junto a él su amplia
capa, de un verde pálido tirando a gris, el color del almendruco. Los niños los
habían seguido. La chiquilla del delantal negro recogía narcisos silvestres,
formaba grandes manojos frescos y amarillos y hundía la naricilla en ellos,
pero sus negros ojos pícaros e inocentes a un tiempo, no se apartaban de los
adultos. Miraba a Lucile con curiosidad, pero también con cierto espíritu
crítico: como una mujer a otra. «Me parece que tiene miedo –se decía–. No sé
por qué. Ese oficial no es malo, lo conozco bien. Me da dinero, y el otro día
me alcanzó el balón, que se me había quedado en las ramas del cedro grande.
¡Qué guapo es ese oficial! ¡Es más guapo que papá y que todos los chicos del
pueblo! Y la señora lleva un vestido muy bonito…»
La
niña se acercó a la chita callando y, con un dedito sucio, tocó un volante del
sencillo y fino vestido de muselina gris, sin más adornos que el pequeño cuello
y las mangas de linón plisado. Tiró de la tela un poco más y Lucile se volvió,
sorprendida; la pequeña retrocedió de un salto, pero advirtió que la señora la
miraba con grandes ojos asustados, como si no la reconociera; estaba muy pálida
y le temblaban los labios. Pues sí, le daba miedo estar allí sola con aquel
alemán. ¡Como si fuera a hacerle daño! Le hablaba con mucho cariño. Eso sí, la
tenía cogida de la mano con tanta fuerza que no habría podido soltarse por
mucho que lo intentara. Sorprendida, la niña se dijo que los chicos, pequeños o
grandes, eran todos iguales. Les gustaba hacerte rabiar y asustarte. Se tumbó
del todo en la hierba, tan alta que la ocultaba completamente; se sentía muy
pequeña e invisible, y las hojas le acariciaban el cuello, las piernas, los
párpados… ¡Qué cosquillas!
El
alemán y la señora hablaban en voz baja. Ahora él también estaba blanco como el
papel. De vez en cuando oía su fuerte voz, pero contenida, como si tuviera
ganas de gritar o llorar y no se atreviera a hacerlo. Sus palabras no tenían
ningún sentido para ella, aunque comprendía vagamente que hablaba de su mujer y
del marido de la señora.
—Si
al menos fuera usted feliz… –le oyó decir–. Sé cómo es su vida… Sé que está
sola, que su marido la engañaba… He hablado con la gente…
¿Feliz?
Entonces aquella señora, que tenía unos vestidos tan bonitos y vivía en una
casa tan grande, ¿no era feliz? De todas maneras, no le gustaba que la
compadecieran, quería marcharse. Le decía que la soltara y se callara. Uy,
ahora ya no tenía miedo, ahora el que estaba asustado era él, con sus grandes
botas y su aire orgulloso… De pronto, una mariquita se posó en la mano de la
niña, que se quedó mirándola; le dieron ganas de matarla, pero sabía que matar
a una criatura del Señor traía mala suerte. Así que se limitó a soplarle,
primero muy suavemente, para levantarle las alas finas, transparentes y
caladas, y luego tan fuerte que el pobre insecto debió de sentirse como un
náufrago en una balsa zarandeada por la tempestad y acabó echando a volar.
—¡Se
le ha posado en el brazo, señora! –gritó la niña.
El
alemán y la señora se volvieron hacia ella y la miraron sin verla. Pero el
oficial hizo un gesto impaciente con la mano, como si espantara una mosca.
«Pues no pienso irme –se dijo la niña en tono desafiante–. Para empezar, ¿qué
hacen aquí? Donde tienen que estar un caballero y una señora es en un salón.»
Enfurruñada, aguzó el oído. Pero ¿de qué parloteaban tanto?
—¡Jamás!
–susurró el oficial con voz ronca–. ¡Jamás la olvidaré!
Una
enorme nube cubrió la mitad del cielo; las flores, los frescos y brillantes
colores del césped, todo se apagó. La señora arrancaba las florecillas malvas
de los tréboles y las deshojaba.
—Es
imposible –dijo, y las lágrimas temblaron en su voz. «¿Qué es imposible?», se
preguntó la niña–, Yo también he pensado… Se lo confieso… No hablo de… amor…
Pero me habría gustado tener un amigo como usted… Nunca he tenido un amigo. ¡No
tengo a nadie! Pero es imposible.
—¿Por
la gente? –le preguntó el oficial poniendo cara de desprecio.
—¿La
gente? Con que sólo ante mí misma me sintiera inocente… ¡Pero no! Entre
nosotros no puede haber nada.
—Ya
hay muchas cosas que jamás podrás borrar: nuestro día lluvioso, el piano, esta
mañana, nuestros paseos por el bosque…
—¡Ah,
no debí….!
—¡Pero
ya está hecho! Es demasiado tarde… Ya no puede evitarlo. Todo eso ha ocurrido…
La
niña cruzó los brazos sobre la hierba y apoyó la barbilla; ya no oía más que un
rumor lejano como el zumbido de una abeja. Esa nube tan grande, ese
relampagueo, anunciaban lluvia. Si empezaba a llover de repente, ¿qué harían la
señora y el oficial? Sería gracioso verlos correr bajo el agua, ella con su
sombrero de paja y él con esa capa verde tan bonita… Pero también podían
esconderse en el jardín. Si quisieran, ella los llevaría a un cenador donde no
te veía nadie, «Ya son las doce –se dijo al oír las campanadas del ángelus–.
¿Se irán a comer? ¿Qué comerá la gente rica? ¿Queso blanco, como nosotros?
¿Pan? ¿Patatas? ¿Caramelos? ¿Y si les pido caramelos?» se estaba acercando a
ellos, decidida a darles un toquecito en el hombro y pedirles caramelos –porque
la pequeña Rose era una niña muy atrevida–, cuando vio que se levantaban de
golpe y se quedaban de pie, temblando. Sí, aquel señor y aquella señora estaban
temblando, como cuando uno se subía al cerezo de la escuela y, con la boca
todavía llena de cerezas, oía gritar a la maestra: «¡Rose, baja inmediatamente
de ahí, ladronzuela!» Pero ellos a quien veían no era a la maestra, sino a un
soldado que se había cuadrado a unos metros de distancia y hablaba muy deprisa
en esa lengua suya que no había quien la entendiera; las palabras hacían el
mismo ruido en su boca que un torrente saltando entre las piedras.
El
oficial se apartó de la señora, que estaba pálida y turbada.
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