miércoles, 16 de enero de 2013

Para leer en la Owen... tres fragmentos de Suite francesa


Suite francesa
Irene Némirovsky

 

Ella no se acordaba en absoluto del personaje de Lucienne.
—¡Ah, sí, claro! –mintió–. ¡No sé en qué estaría pensando!
—Yo también me lo pregunto –replicó él con tono herido. Pero la vio tan contrita y humilde que le dio pena y se ablandó–. Te lo digo siempre: no le prestas suficiente atención a los secundarios. Una novela tiene que parecerse a una calle llena de desconocidos por la que pasan no más de dos o tres personajes a los que se conoce a fondo. Mira a Proust y algunos otros que han sabido sacarle partido a los secundarios. Los utilizan para humillar, para empequeñecer a sus protagonistas. Nada más saludable en una novela que esa lección de humildad dada a los héroes. Recuerda Guerra y paz: las campesinas que cruzan la carretera riendo ante la carroza del príncipe André lo verán hablar primero para ellas, para sus oídos, y de pronto la visión del lector se eleva: ya no hay un solo rostro, una sola alma. Descubre la multiplicidad de los moldes. Espera, voy a leerte ese pasaje, es notable. Enciende la luz –pidió, porque se había hecho de noche.

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20
Albert, el gato de los Péricand, había hecho su cama en la habitación en que dormían los niños. Primero se había subido al cubrepiés floreado de Jacqueline y había empezado a amasarlo y mordisquear la cretona, que olía a pegamento y fruta, hasta que el ama lo había echado. Pero, en cuanto la anciana le daba la espalda, el animal volvía al mismo sitio con un silencioso salto y una gracia alada. Así hasta tres veces. Al final. Albert tuvo que renunciar a la lucha y acomodarse en un sillón, medio tapado con la bata de Jacqueline. En la habitación, todo dormía. Los niños descansaban plácidamente y el ama se había quedado traspuesta rezando el rosario. Albert, inmóvil, con el cuerpo oculto bajo la bata de franela rosa, tenía uno de sus verdes ojos clavado en el rosario, que brillaba a la luz de la luna, y el otro, cerrado. Poco a poco, con extraordinaria lentitud, sacó una pata, luego la otra, las estiró y sintió cómo se estremecían desde la articulación del hombro, resorte de acero disimulado bajo el suave y cálido pelaje, hasta las duras y transparentes uñas. Cogió impulso, saltó sobre la cama del alma y se quedó observándola, totalmente inmóvil; sólo le temblaban sus finos bigotes. Estiró una pata e hizo oscilar las cuentas del rosario; al principio apenas las rozó, pero luego le cogió gusto al fresco y liso tacto de aquellas esferas diminutas y perfectas, que rodaban entre sus uñas, y les dio un pequeño tirón. El rosario cayó al suelo y Albert, asustado, se escondió bajo el sillón.
Poco después, Emmanuel despertó y se puso a llorar. Las ventanas y los postigos estaban abiertos. La luna iluminaba los tejados del pueblo; las tejas relucían como escamas de pez. En el perfumado y apacible jardín, la plateada claridad fluía como un agua transparente que ondulaba y abrazaba suavemente los árboles frutales.
Levantando con el hocico los flecos del sillón, el gato contemplaba aquel espectáculo con una gravedad asombrada y soñadora. Era un gato muy joven que sólo conocía la ciudad; allí, las noches de junio sólo se barruntaban y a veces se conseguía respirar una de sus tibias y embriagadoras bocanadas, pero aquí el aroma llegaba hasta sus bigotes, lo asaltaba, lo envolvía, lo invadía, lo aturdía… Con los ojos entrecerrados, el felino se dejaba inundar por oleadas de penetrantes y gratos olores: el de las últimas lilas, con sus tenues efluvios de descomposición; el de la savia que fluye por los árboles y el de la tierra, tenebroso y fresco; el de los animales, pájaros, topos, ratones, todas sus presas, un olor almizclado, a pelaje y a sangre… Albert bostezó de hambre y saltó al alféizar de la ventana. Luego se dio un tranquilo paseo por el canalón. Allí era donde, dos noches antes, una enérgica mano se había apoderado de él y lo había arrojado a la cama de la inconsolable Jacqueline. Pero esa noche no se dejaría coger. Calculó con la mirada la distancia del canalón al suelo. Aquel salto era un juego para él, pero al parecer pretendía darse importancia a sus propios ojos exagerando la dificultad. Balanceó los cuartos traseros con ostentación y arrogancia, barrió el canalón con su larga y negra cola, echó atrás las orejas, saltó al vacío y aterrizó en la tierra recién removida. Tras un instante de vacilación, pegó el hocico al suelo; ahora estaba en el corazón, en el seno más profundo, en el regazo mismo de la noche. Así era como había que olerla, a ras de tierra; los aromas estaban allí, entre las piedras y raíces; todavía no se habían atenuado ni evaporado, ni mezclado con el olor de los humanos. Eran secretos, cálidos, estaban vivos, hablaban. Cada uno era la emanación de una pequeña vida escondida, feliz, comestible… Escarabajos, ratones de campo, grillos y ese sapillo cuya voz parecía llena de lágrimas cristalinas… Las largas orejas del gato, rosados cucuruchos cubiertos de pelaje plateado, puntiagudas y delicadamente vueltas hacia dentro como una flor de dondiego, se irguieron para captar los tenues sonidos de las tinieblas, tan leves, tan misteriosos y –sólo para él– tan claros: los crujidos de un nido en que un pájaro cuidaba a sus polluelos, roces de plumas, el débil martilleo de un pico en un tronco, agitación de alas, de élitros, de patas de ratón arañando suavemente la tierra, e incluso la sorda explosión de las semillas al germinar. Ojos de oro huían en la oscuridad, los gorriones dormidos entre el follaje, el gordo mirlo negro, el paro y la hembra del ruiseñor, cuyo macho estaba bien despierto y le respondía desde el bosque y junto al río.
También se oían otros ruidos: una detonación que crecía y se desplegaba como una flor a intervalos regulares, y cuando cesaba, el temblor de todas las ventanas del pueblo, el chirrido de los postigos abiertos y de nuevo cerrados en la oscuridad y las palabras angustiadas que se lanzaban de ventana a ventana. Al principio, con cada explosión, el gato daba un respingo y se quedaba con la cola erguida: reflejos de muaré recorrían su pelaje y sus bigotes estaban tiesos de miedo. Luego se fue acostumbrando a aquel estrépito; sonaba cada vez más cerca y seguramente lo confundía con una tormenta. Dio unos brincos por los arriates y deshojó una rosa de un zarpazo: estaba abierta y sólo esperaba un soplo para caer y morir; sus pétalos blancos se habrían ido esparciendo por el suelo como una lluvia blanda y perfumada. De pronto, el gato se encaramó a lo alto de un árbol con la rapidez de una ardilla, arañando la corteza a su paso. Los pájaros alzaron el vuelo, asustados. En la punta de una rama, el felino ejecutó una danza salvaje, guerrera, insolente y temeraria, desafiando al cielo, la tierra, los animales, la luna… De vez en cuando abría su estrecha y profunda boca y soltaba un maullido destemplado, una aguda y retadora llamada a todos los gatos del vecindario.
En el gallinero y el palomar todos despertaron, se estremecieron y escondieron la cabeza bajo el ala, percibiendo el olor de la amenaza y la muerte; una pequeña gallina blanca saltó atolondradamente sobre una cubeta de cinc, la volcó y salió huyendo entre despavoridos cloqueos. Pero el gato ya había saltado a la hierba y estaba inmóvil, al acecho. Sus redondos ojos amarillos relucían en la oscuridad. Se oyó un ruido de hojarasca removida y el gato volvió con un pajarillo inmóvil entre las fauces. Con los ojos cerrados, lamió lentamente la sangre que manaba de la herida, saboreándola. Había clavado las uñas en el pecho del ave, y siguió separándolas y volviendo a hundirlas en la tierna carne, entre los frágiles huesos, con un movimiento lento y regular, hasta que el corazón dejó de latir. Luego se comió al pájaro sin prisa, se lavó y se lamió la cola, la punta de su hermosa cola humedecida por la noche. Ahora se sentía inclinado a la clemencia: una musaraña pasó corriendo por su lado sin que se molestara en atraparla, y un topo se llevó un zarpazo en la cabeza que lo dejó con el hocico ensangrentado y medio muerto, pero la cosa no pasó de ahí: Albert lo contempló con una ligera palpitación desdeñosa de las fosas nasales y no lo remató. Otra clase de hambre había despertado en su interior: sus ijares se hundían; levantó la cabeza y volvió a maullar, con un maullido que acabó en un chillido imperios y ronco. Sobre el techo del gallinero acababa de aparecer una vieja gata, enroscada a la luz de la luna.
La breve noche de junio tocaba a su fin, las estrellas palidecían, un olor a leche y hierba húmeda flotaba en el aire; la luna, semioculta tras el bosque, ya no enseñaba más que un cuerno rosa difuminado en la bruma cuando el gato, cansado, victorioso, empapado de rocío, con una brizna de hierba entre los dientes, se deslizó en la habitación de los niños, saltó a la cama de Jacqueline y buscó el tibio hueco de sus pequeños y delgados pies. Ronroneaba como un hervidor.
Instantes después, el polvorín saltó por los aires.
******** 

La extensión de césped, que no se había podado en dos años, ya estaba cubierta de ranúnculos. El oficial se sentó en la hierba y extendió junto a él su amplia capa, de un verde pálido tirando a gris, el color del almendruco. Los niños los habían seguido. La chiquilla del delantal negro recogía narcisos silvestres, formaba grandes manojos frescos y amarillos y hundía la naricilla en ellos, pero sus negros ojos pícaros e inocentes a un tiempo, no se apartaban de los adultos. Miraba a Lucile con curiosidad, pero también con cierto espíritu crítico: como una mujer a otra. «Me parece que tiene miedo –se decía–. No sé por qué. Ese oficial no es malo, lo conozco bien. Me da dinero, y el otro día me alcanzó el balón, que se me había quedado en las ramas del cedro grande. ¡Qué guapo es ese oficial! ¡Es más guapo que papá y que todos los chicos del pueblo! Y la señora lleva un vestido muy bonito…»
La niña se acercó a la chita callando y, con un dedito sucio, tocó un volante del sencillo y fino vestido de muselina gris, sin más adornos que el pequeño cuello y las mangas de linón plisado. Tiró de la tela un poco más y Lucile se volvió, sorprendida; la pequeña retrocedió de un salto, pero advirtió que la señora la miraba con grandes ojos asustados, como si no la reconociera; estaba muy pálida y le temblaban los labios. Pues sí, le daba miedo estar allí sola con aquel alemán. ¡Como si fuera a hacerle daño! Le hablaba con mucho cariño. Eso sí, la tenía cogida de la mano con tanta fuerza que no habría podido soltarse por mucho que lo intentara. Sorprendida, la niña se dijo que los chicos, pequeños o grandes, eran todos iguales. Les gustaba hacerte rabiar y asustarte. Se tumbó del todo en la hierba, tan alta que la ocultaba completamente; se sentía muy pequeña e invisible, y las hojas le acariciaban el cuello, las piernas, los párpados… ¡Qué cosquillas!
El alemán y la señora hablaban en voz baja. Ahora él también estaba blanco como el papel. De vez en cuando oía su fuerte voz, pero contenida, como si tuviera ganas de gritar o llorar y no se atreviera a hacerlo. Sus palabras no tenían ningún sentido para ella, aunque comprendía vagamente que hablaba de su mujer y del marido de la señora.
—Si al menos fuera usted feliz… –le oyó decir–. Sé cómo es su vida… Sé que está sola, que su marido la engañaba… He hablado con la gente…
¿Feliz? Entonces aquella señora, que tenía unos vestidos tan bonitos y vivía en una casa tan grande, ¿no era feliz? De todas maneras, no le gustaba que la compadecieran, quería marcharse. Le decía que la soltara y se callara. Uy, ahora ya no tenía miedo, ahora el que estaba asustado era él, con sus grandes botas y su aire orgulloso… De pronto, una mariquita se posó en la mano de la niña, que se quedó mirándola; le dieron ganas de matarla, pero sabía que matar a una criatura del Señor traía mala suerte. Así que se limitó a soplarle, primero muy suavemente, para levantarle las alas finas, transparentes y caladas, y luego tan fuerte que el pobre insecto debió de sentirse como un náufrago en una balsa zarandeada por la tempestad y acabó echando a volar.
—¡Se le ha posado en el brazo, señora! –gritó la niña.
El alemán y la señora se volvieron hacia ella y la miraron sin verla. Pero el oficial hizo un gesto impaciente con la mano, como si espantara una mosca. «Pues no pienso irme –se dijo la niña en tono desafiante–. Para empezar, ¿qué hacen aquí? Donde tienen que estar un caballero y una señora es en un salón.» Enfurruñada, aguzó el oído. Pero ¿de qué parloteaban tanto?
—¡Jamás! –susurró el oficial con voz ronca–. ¡Jamás la olvidaré!
Una enorme nube cubrió la mitad del cielo; las flores, los frescos y brillantes colores del césped, todo se apagó. La señora arrancaba las florecillas malvas de los tréboles y las deshojaba.
—Es imposible –dijo, y las lágrimas temblaron en su voz. «¿Qué es imposible?», se preguntó la niña–, Yo también he pensado… Se lo confieso… No hablo de… amor… Pero me habría gustado tener un amigo como usted… Nunca he tenido un amigo. ¡No tengo a nadie! Pero es imposible.
—¿Por la gente? –le preguntó el oficial poniendo cara de desprecio.
—¿La gente? Con que sólo ante mí misma me sintiera inocente… ¡Pero no! Entre nosotros no puede haber nada.
—Ya hay muchas cosas que jamás podrás borrar: nuestro día lluvioso, el piano, esta mañana, nuestros paseos por el bosque…
—¡Ah, no debí….!
—¡Pero ya está hecho! Es demasiado tarde… Ya no puede evitarlo. Todo eso ha ocurrido…
La niña cruzó los brazos sobre la hierba y apoyó la barbilla; ya no oía más que un rumor lejano como el zumbido de una abeja. Esa nube tan grande, ese relampagueo, anunciaban lluvia. Si empezaba a llover de repente, ¿qué harían la señora y el oficial? Sería gracioso verlos correr bajo el agua, ella con su sombrero de paja y él con esa capa verde tan bonita… Pero también podían esconderse en el jardín. Si quisieran, ella los llevaría a un cenador donde no te veía nadie, «Ya son las doce –se dijo al oír las campanadas del ángelus–. ¿Se irán a comer? ¿Qué comerá la gente rica? ¿Queso blanco, como nosotros? ¿Pan? ¿Patatas? ¿Caramelos? ¿Y si les pido caramelos?» se estaba acercando a ellos, decidida a darles un toquecito en el hombro y pedirles caramelos –porque la pequeña Rose era una niña muy atrevida–, cuando vio que se levantaban de golpe y se quedaban de pie, temblando. Sí, aquel señor y aquella señora estaban temblando, como cuando uno se subía al cerezo de la escuela y, con la boca todavía llena de cerezas, oía gritar a la maestra: «¡Rose, baja inmediatamente de ahí, ladronzuela!» Pero ellos a quien veían no era a la maestra, sino a un soldado que se había cuadrado a unos metros de distancia y hablaba muy deprisa en esa lengua suya que no había quien la entendiera; las palabras hacían el mismo ruido en su boca que un torrente saltando entre las piedras.
El oficial se apartó de la señora, que estaba pálida y turbada.


Nemirovsky, Irene. Suite francesa (traducción del francés de José Antonio Soriano Marco). España: Salamandra, 2009.

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