Jackie
Javier Munguía
“La vida resulta una pesada carga a veces, y es bueno
que uno se engañe un poco a sí mismo, que cultive
secretamente una ilusión.”
Juan Marsé, El embrujo de Shangai
Recibí la primera llamada hace una
semana. Esperaba encontrarme, al descolgar el auricular y decir “bueno”, la dulce voz de Estela
diciendo que por fin estaba libre, podíamos salir cuando yo quisiera. De ahí mi
desilusión al encontrarme con la voz de una niña de unos cinco años, quien sin
previo aviso, apenas dije “bueno”, me preguntó:
-¿Hay
ahí una niña Jackie?
-No,
aquí no vive.
Se
tomó su tiempo. Al fin preguntó, desilusionada:
-¿No
hay?
-No
-respondí.
-Adiós
-me dijo al fin, y colgó el teléfono.
-¿Bueno?
-¿Hay
ahí una niña Jackie? -Era la misma niña, y en su voz no había otra cosa, no
cabía, sino el deseo de escuchar sí, aquí está Jackie, espera un momento que la
llamo.
-Lo
siento. No vive aquí -respondí.
-¿No
hay? -preguntó. Parecía a punto de echarse a llorar.
-No
–repuse apenado-. Quizá te equivocaste de número. Vuelve a marcar -le dije,
deseando furtivamente, con ganas locas, que se hubiera equivocado, que marcara
otro número, respondieran y, por favor, le pusieran al teléfono a su Jackie.
-Adiós
-se despidió y colgó de inmediato.
Sentí curiosidad por la
niña entonces, por Jackie. Estaba pensando en ellas, en quiénes serían, cuando
el teléfono volvió a sonar. Levanté el auricular eufórico, pensando, quién sabe
por qué, que era de nuevo la niña: sólo hablaba para avisarme que, en efecto,
se había equivocado de número, había rectificado y entonces la habían
comunicado con Jackie. Era Estela.
-Hola,
señorito -respondió ante mi “bueno”. Detestaba que me dijera “señorito”.
-Hola,
Estela. ¿Cómo has estado?
-Muy
bien con todas tus llamadas.
-Pero
si tú quedaste en hablarme.
-¡No
es cierto! ¡Te dije que me llamaras para que saliéramos!
-No.
Tú quedaste en llamarme.
-¡No
es cierto!
-Está
bien. Tú ganas. Yo quedé en llamarte y no lo he hecho. Hagamos de cuenta que yo
te he hablado. ¿Qué te parece que salgamos hoy en la tarde?
-No
sé… déjame pensarlo.
Estela
no dijo palabra durante los siguientes dos minutos; debí preguntarle si aún se
encontraba ahí para que, luego de soltar una risa coqueta, respondiera:
-Está
bien. Salgamos hoy en la tarde. ¿Adónde me vas a llevar?
-¿Te
gustaría el cine?
-¿Otra
vez el cine? ¡Qué aburrido!
-¿Adónde
quieres ir? Tú elige el lugar.
-No.
El cine está bien. ¿A qué horas?
-¿Te
parece bien a las cuatro?
-Mejor
a las cinco.
-Ok,
paso por ti a las cinco.
-Te
espero, señorito.
Faltaban diez minutos
para las cinco, ya me había bañado, cambiado, estaba a punto de salir de casa
para ir por Estela cuando el teléfono sonó y era ella.
-Hablo
para cancelar nuestra cita -se fingió compungida-. Se me había olvidado que
debo hacer un trabajo de la escuela para mañana. Discúlpame. Salimos otro día.
-No
te preocupes, Estela. Lo entiendo. ¿Cuándo salimos? ¿Por qué no ponemos de una
vez la fecha?
-No.
Mejor te llamo. ¿Ok? Chaaaao. Te cuidas, señorito.
-¿No
hay ahí una niña Jackie?
La
misma niña.
-No
está. Salió -le dije. Me apenaba tanto el desamparo de su voz que, me dije,
engañarla sería lo mejor que podía hacer por ella.
-¿A
qué hora podría encontrarla? -preguntó, con una soltura impropia de una niña de
cinco años: se le escuchaba radiante, feliz de estar tan cerca, a unas horas, a
unos minutos quizá, de su encuentro con Jackie.
-Llámala
a las cinco.
-Gracias
-me dijo y colgó.
Unos
minutos antes de las cinco el teléfono sonó. Era Estela:
-¿Adónde
me vas a invitar hoy? Espero que al cine no, porque la cinta que vimos ayer
estuvo fatal.
-Pero
si ayer no salimos, Estela. ¿No recuerdas que debiste hacer un trabajo y me
cancelaste la cita?
-¿Trabajo?
No, estás confundido. Ayer tú y yo fuimos al cine y vimos una película que era
pésima y al salir me dije miranadamás las películas que me trae a ver el
señorito, dan ganas de no volver a salir con él. Pero hoy decidí darte una
segunda oportunidad. ¿Adónde me vas a invitar hoy?
-A
un café. ¿Qué te parece un café?
-Mmmm…
Vamos, pero procura que me la pase bien, no como ayer en el cine.
-Te
la vas a pasar muy bien. ¿A qué horas nos vemos?
Estela
rio sin discreción, con ligereza.
-La
verdad es que no puedo ir. Te hablaba para decirte que sigo ocupada. Creo que
mañana termino con los trabajos. ¿Te parece que mañana te hable?
-¿No
prefieres que te hable yo?
-No.
Mejor yo te hablo. ¡Ah! Y quiero que sepas, porque te conozco, eres muuuy
desconfiado, que si no salimos hoy es porque de veras tengo mucho trabajo, y no
por lo mal que me la pasé ayer en el cine ni por lo pésima que era la película.
-Pero
Estela. Si ayer no…
-Te
digo que no creas que es por eso. Realmente tengo mucho trabajo, además mañana
iremos a un café, no al cine. En fin, sólo quería que lo supieras.
-Está
bien, Estela. Espero tu llamada.
Cuando
colgué eran las cinco de la tarde con cinco minutos. Ya no llamó la niña,
quien, con una felicidad desmesurada en la voz, con miedo, con emoción, habría
preguntado muy amablemente, de no haber estado ocupada la línea, si acaso ya
había llegado Jackie, si podía hablar con ella.
-Disculpe,
señor. ¿Me podría comunicar con Jackie? Le hablé ayer y usted me dijo que no
estaba. ¿Estará ahorita? -Sin duda era la misma niña, pero ahora su voz no
sonaba como la de una niña de cinco años, sino, al menos, como la de una mujer
de veinte.
-Acaba
de salir -le respondí-. Pero ya le di tu recado. Me dijo que llegaría a eso de
las siete. Puedes hablarle a esa hora.
-Muchas
gracias, señor. Y disculpe las molestias. Tengo mucho interés en hablar con
Jackie, no imagina cuánto. ¿Es usted su papá?
-Soy
su hermano.
-Qué
raro. Nunca mencionó que tuviera hermanos sino hermanas. En fin. Le agradezco.
-Háblame
de tú.
-Está
bien. Te agradezco. Hablo a las siete, entonces.
Unos
minutos antes de las siete, habló Estela.
-Tampoco
me desocupé hoy. Es una pena, ¿verdad?
-No
te preocupes. Salimos cualquier otro día. Nos vemos hasta entonces. Te cuidas,
Estela.
-¿Es
mi imaginación, señorito, o me estás cortando?
-¿Cómo
crees, Estela? Lo que pasa es que también yo tengo que hacer algunos trabajos
y…
-No,
me estás cortando.
Debí
convencerla de que no, no la estaba cortando, ya nos veríamos otro día. Adiós,
Estela, te cuidas. Cuando conseguí que colgara, luego de repetirme que se
sentía mal de que yo la quisiera cortar, eran las siete quince de la noche. Ya
no llamó la muchacha (¿o era una niña?) preguntando por Jackie: esa noche, a
pesar de haber estado más cerca de ella que nunca, tampoco la encontraría.
-¿Hay ahí una niña Jackie? –Nuevamente
la voz era la de una niña de cinco años.
Estuve
a punto de responderle que sí, ahorita la comunicaba, pero no me sentí listo.
-Acaba
de salir. Volverá en la tarde. ¿Quieres dejarle algún recado?
-Sólo
dígale que le habló Margarita -la voz era ahora la de una mujer de al menos
veinte años-. ¿Eres el hermano? Ah, ok. Sólo dile que le hablé, por favor. Que
es una vagabunda -y por primera vez rió-. Que le voy a hablar hoy de nuevo a
las cinco. Que espero encontrarla. Que si no la encuentro, con el dolor de mi
alma, no volveré a llamarla.
-Muy
bien, Margarita. Yo le digo todo eso. Sólo te pido que, caso de estar ocupado
el teléfono, insistas un poco. Seguro que encuentras a Jackie.
-Voy
a llamar a las cinco. Gracias. -Y colgó el teléfono.
-Te
llamo para decirte que no pude llamarte ayer porque…
-No
importa, Estela, de veras. Luego te llamo.
-Déjame
explicarte, señorito. Lo que pasó fue que…
-Me
explicas después. En serio no hay problema.
-¿No
será que estás esperando una llamada, señorito, de una mujer?
-Sí,
justamente eso es, y necesito que la línea esté desocupada. Te voy a colgar.
Chao.
-¡Así
que eso es, señorito! ¡Estás esperando la llamada de una mujer! ¿Para eso me
invitas a salir, para eso me cortejas, para enredarte con la primera tipa que
se te cruce por enfrente y te…
-Estela,
voy a colgar. Te hablo después.
-Si
me cuelgas ya ni me hables.
-Está
bien. Prometo no volver a hablarte. Sólo cuelga.
-No
voy a colgar.
-Estela,
cuelga, necesito la línea.
-No
voy a colgar.
Colgué
yo, descolgué y Estela seguía ahí. Eran las cinco en punto.
-Con
una chingada, Estela: cuelga.
-¡Me
estás insultando! ¡Ahora hasta groserías! No me decías lo mismo cuando me
invitabas al cine, cuando te morías por salir conmigo y…
-¡Putamadre!
¡Estela, cuelga!
Se
hizo el silencio pero Estela no colgaba.
-¡Cuelga, hijadetuchingadamadre!
Al
fin, escuché los ruidos felices que indicaban que Estela había colgado. Eran
las cinco con uno.
El
teléfono no sonaba, no sonaba, y yo pensé que ya no sonaría (eran las cinco y
cinco) cuando al fin sonó. Levanté el auricular con ansiedad, dije “bueno” y
una voz de niña de cinco años preguntó:
-¿Hay
ahí una niña Jackie?
-¡Sí!
-respondí eufórico-. Te la paso.
-¡Gracias!
Tapé
la bocina del teléfono, carraspeé, fingí la voz lo más agudo posible, y al fin
dije:
-¿Bueno?
-Listo: mi voz parecía la de una niña de cinco años.
-¿¡Jackie!?
–preguntó una voz de mujer de veinte; luego continúo la misma voz, pero de niña
de cinco-. ¡Al fin, Jackie!
Se
echó a llorar. Le rogué, con la voz de Jackie, que no llorara porque lloraría
yo también.
-No,
si soy una bruta, por eso lloro. Ya no lloro más. Esto hay que celebrarlo.
Tenemos que vernos, Jackie. Tengo tantas cosas que contarte.
Me
contó que desde que yo me había ido, hacía catorce años y doscientos sesenta
días exactos, no había tenido un instante de sosiego, Jackie, porque todo el
tiempo pensaba en ti, en que algún día debería verte o al menos hablar contigo.
Mi madre insistía en que te olvidara, que diosito te había llevado, me decía
primero, y luego, cuando la exasperaba, que tú estabas muerta, que cómo quería
verte, llamarte. Pero yo estaba segura de que no, de que alguna vez te
encontraría, no sabía cómo pero te encontraría. Hasta que una noche, en un
sueño, se me apareció, nítido, el número de teléfono donde te encontrabas.
Marqué y me dijeron, primero, que no estabas aquí. Insistí sabiendo que en ése
y no en otro número te encontraría. Luego me dijeron que habías salido, de
nuevo que habías salido, no sé cuántas veces que habías salido cuando yo debía
hablarte. Pensaba yo que te escondías de mí, que no querías hablarme, hasta
hoy, hasta hoy que te encuentro y te hablo y te cuento todo esto, Jackie, y
confirmo que estaba equivocada mi madre, que tú no estás muerta, que sigues
viva del otro lado del teléfono, que quizá pueda verte. Te costará reconocerme,
Jackie, estoy muy cambiada, parezco una mujer, pero en lo profundo sigo siendo
la niña que conociste, hermana. Espero que podamos vernos, ¿cuándo podemos
vernos?
Mi cara estaba mojada.
-No
podemos vernos por lo pronto -respondió Jackie-. Pero podemos hablar mucho,
mucho, mucho. Te agradezco que me hayas hablado. Que no te hayas creído la
mentira de mi muerte. Que no me hayas dejado morir. Te quiero, Margarita. Te
recuerdo. No ha pasado un día sin que me acuerde de mi hermana, ¿cómo
olvidarla?
Me
respondió Margarita que me agradecía. Que la disculpara, Jackie, pero estaba
demasiado agitada. Demasiadas emociones juntas. Que me iba a colgar pero
volvería a llamarme. ¿Cuándo podía volver a llamarme?
-Llámame
cuando quieras, Margarita, hoy más tarde, mañana, cuando sea. Estaré esperando
tu llamada. Un gusto haber hablado contigo. En serio, háblame cuando quieras:
hoy más tarde, mañana.
Mientras
esperaba ansiosa la siguiente llamada de Margarita, que se produjo una o dos
horas después, me puse a rumiar la felicidad grande de haber encontrado al fin,
luego de quince años sin tener noticia de ella, a mi hermana.
Munguía, Javier. Modales
de mi piel. México: Jus, 2011.
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