lunes, 25 de febrero de 2013

Para leer en la Owen... una bocanada de aire fresco y reavivador


El jardín secreto

Francés Hodgson Burnett

El petirrojo que le mostró el camino
Mary estuvo observando la llave durante un buen rato; le dio vueltas y más vueltas, y sopesó mucho el hallazgo. Como ya dije antes, era una niña a la que no se le había enseñado que había que pedir permiso o consultar a las personas mayores. Así pues, se puso a pensar si aquélla era efectivamente la llave del jardín secreto y daba con la puerta de entrada, podría por fin averiguar qué escondían los muros de dicho jardín y cuál había sido la suerte de los viejos rosales. Y lo que le impulsaba a desearlo con tanto anhelo era precisamente el hecho de que el jardín hubiera estado tanto tiempo cerrado, como si eso lo hiciera distinto de otros lugares; además, pensó, en diez años se ha debido transformar en un lugar desconocido. En conclusión, se dijo, de gustarle el jardín iría allí todos los días y cerraría la puerta tras de sí, y podría inventarse un juego y jugar ella sola y nadie sabría su paradero, sino que todos se pensarían que la puerta seguía cerrada y la llave enterrada; tal devaneo complació mucho a la niña.
Su imaginación, desde hacía tanto tiempo aletargada, comenzaba ahora a despertar gracias a que vivía, prácticamente ella sola en una mansión de cien habitaciones misteriosamente cerradas con llave; sin duda que también contribuía a despabilarle el magín aquel aire fresco, todo vigor y pureza que soplaba desde el páramo. Si el aire le abría el apetito, los vientos le removían la sangre, tal era la fuerza que necesitaba para someterlos; ambos elementos habían empezado, además, a animar su mente y su manera de ver las cosas. En la India, recordaba la niña, hacía mucho calor y siempre se había sentido demasiado lánguida y cansada para preocuparse de nada; mas ahora empezaba a mostrar interés y a querer hacer cosas nuevas, y hasta se sentía menos “desavenida”, aunque no sabía por qué.
Se metió la llave en el bolsillo y anduvo arriba y abajo por el sendero. Por allí no solía ir nadie, salvo ella, de modo que podía caminar despacio y observar el muro, o mejor dicho, la hiedra que lo cubría por completo. Y curiosamente era la hiedra lo que desconcertaba a la niña, pues por más atención que prestara no podía ver sino hojas y más hojas, de un verde lustroso y oscuro, que crecían tupidamente por todas partes. ¡Qué desencanto el suyo! ¡Si hasta se volvió a sentir un poco desavenida al acercarse al muro y ver cómo se asomaban los árboles del otro lado! ¡Qué absurdo, se dijo, estar tan cerca y no poder entrar! Así que, con la llave en el bolsillo, regresó a la casa, y decidió que siempre que saliera a los jardines la llevaría consigo, por si acaso daba con la puerta secreta.
La señora Medlock había permitido a Martha que pasara la noche en la casita del páramo; a la mañana siguiente, la muchacha estaba de vuelta con las mejillas más arreboladas que nunca y del mejor humor.
—Me levanté a las cuatro la mañana —dijo—. ¡Ay, qué bonito estaba el páramo, con los pajarillos piando y los conejos correteando por tas partes y el sol que salía por el rizonte! Y parte del camino me llevó un carretero en el carro, y te digo que vaya cómo midivirtí.
No hacía más que contar cosas sobre lo bien que lo había pasado… Su madre, dijo, se puso muy contenta de verla y ambas habían pasado la jornada preparando comida en el horno, y también lavando. Hasta les había hecho a cada uno de sus hermanos una pasta rellena de un poco de azúcar morena.
—Cuando llegaron los niños de jugar en el páramo, acabábamos de sacar las pastas del horno, y vaya aroma cabía por ta la casa… un olor a hornada y un buen fuego, y nacían más que gritar dalegría los pequeños. Si el Dickon dijo que nuestra casita era digna dun rey.
Por la noche se habían sentado todos alrededor de la chimenea, y Martha y su madre habíanse dedicado a remendar la ropa y a zurcir calcetines, y Martha les había hablado de la niña recién llegada de la India; una niña a la que toda su vida la habían servido los «negros», como decía Martha, y que ni siquiera sabía ponerse las medias.
—¡Cómo les gustó que les contara cosas de ti! —dijo Martha—. Querían saberlo to de los negros, y del barco en el que viajaste. Si no daba yo abasto pa contarles cosas.
Mary reflexionó un instante.
—Para el próximo día que libres, te contaré muchas más cosas —dijo—, para que así se las puedas decir a tus hermanos. Seguro que querrán saber cómo se monta en elefante y en camello… y también te hablaré de los oficiales que salen a cazar tigres.
—¡Dios mío, pero si se voverían locos de contentos! —exclamó Martha, del todo encantada; y por unos instantes dejó de tutear a Mary—. ¿De verdad lo haría usted, señorita? Sería parecío a un pectáculo de bestias salvajes que nos contaron cubo una vez en la ciudá de York.
—Bueno, la India es muy distinta de Yorkshire —dijo Mary con lentitud, como si estuviera pensando en la cuestión—. Nunca se me había ocurrido antes. Por cierto, ¿les gustó a Dickon y a tu madre que les hablaras de mí?
—Ya lo creo, pues a Dickon se le pusieron los ojos como platos —comentó Martha—. Pero a mi madre no lagradó que tuviás que estar tú sola, y me dijo, dice: «¿Es que el señor Craven no ha contratao a sus estetutriz o un aya?», y yo le contesté: «Pues no, pero la señora Medlock dice que el señorito lará cuando se locurra, pero calomejor no se locurre en dos o tres años».
—Yo no quiero una institutriz —dijo Mary con decisión.
—Pero mi madre dice que tendrían questar aprendiendo la tografía a esta edá, y que te tendría que cuidar alguna señora, y me dijo, dice: «Mira, Martha, ¿cómo te sintirías tú en un lugar tan grande como ése, merodeando tú solita, y sin madre? Haz lo que puás pa animar a esa niña», y yo le dije casí laría.
Mary la miró durante un momento fijamente.
—Pero si me animas mucho —dijo—, y me gusta oírte hablar.
Martha salió de la habitación y al poco rato regresó con algo escondido bajo el delantal.
—¿Qué te parece? —le dijo con una alegre sonrisa—. Te comprao un regalo.
—¡Un regalo! —exclamó la señorita Mary. ¿Cómo era posible, dijo para sí, que en una casa donde había catorce personas que alimentar se pudiera hacer regalos a nadie?
—Había un vendedor bulante quiba por el páramo —explicó Martha—, y paró el carro delante de nuestra casa. Tenía cazuelas y pucheros y de to un poco, pero mi madre no tenía dinero pa comprar na. Y cuando ya siba el vendedor, mi hermana la Elizabeth Ellen gritó: «Madre, que tié combas con asas rojas y azules» Y mi madre le dijo al vendedor: «Eh, oiga, señor, ¿a cuánto son?», y el otro fue y contestó que dos peniques. Y mi madre se metió la mano en el bolsillo y empezó a rebuscar, y me dijo: «Martha, tas traído a casa el sueldo como una buena hija, y ya tengo dónde destinar hasta el último penique, pero voy a sacar dos monedas pa comprarle a esa niña una comba», y mi madre te la compró y aquí la tiés.
Y Martha sacó la comba que había escondido bajo el delantal y se la mostró orgullosamente. Era una cuerda fuerte aunque delgada, con un asa de franjas rojas y azules en cada extremo. Pero Mary nunca había visto una comba en su vida, de modo que la observó con perplejidad.
—¿Para qué es? —preguntó interesándose por ella.
—¿Cómo que paqués? ¿Acaso no hay combas allán la India? ¡Pero si tién lefantes y tigres y quemellos! ¡Pues no mestraña que sean casi tos negros! Mira, ansí sace, mira, mira…
Y Martha se colocó en mitad de la habitación y tomando un asa en cada mano se puso a saltar, mientras Mary dio la vuelta a su silla para observarla; hasta parecía que los extraños rostros de los viejos retratos también la observaban, y se debían preguntar qué podía estar haciendo allí aquella muchachita del campo con todo su descaro. Pero a Martha no le interesaba la expresión de los retratados; lo que le despertaba gran curiosidad era la cara que ponía la señorita Mary, eso sí que le encantaba. La muchacha iba contando al saltar, y siguió saltando hasta que llegó a cien.
—Y podría seguir —dijo al dejar de saltar—. Si a los doce años llegué a quinientos, pero tonces no era yo tan gorda y tenía más práctica.
Mary se levantó de la silla y empezó a sentir un gran entusiasmo.
—¡Es preciosa! —dijo—. Tu madre es muy buena. ¿Crees que podré saltar como lo haces tú?
—Inténtalo —dijo Martha, y le dio la cuerda—. Al principio no podrás llegar a cien, pero si practicas mucho larás ca vez mejor. Eso es lo que dijo mi madre. Y también dijo: «Si no hay na que sea más bueno pa esta niña, si es el mejor juguete. Que salga al aire libre y que salte y que estiré bien esos brazos y esas piernas, y ansí se le podrán bien fuertes».
Era evidente que Mary no tenía ni un ápice de fuerza ni en los brazos ni en las piernas cuando empezó a saltar, y además no se le daba nada bien; pero le gustaba tanto que no quería ni parar.
—Venga, ponte tus cosas, y ve a saltar a los jardines —dijo Martha—. Mi madre ma dicho que tiés que estar al aire libre lo más que puás, hasta los días que llueva, si es que no llueve mucho. Ansí cabrígate bien.
Mary se puso el abrigo y el sombrero, y se enrolló la comba en el brazo. Luego abrió la puerta para salir, pero se detuvo porque de pronto pensó en algo; regresó a su habitación con una cierta parsimonia.
—Martha —le dijo—, era tu sueldo, eran tus dos peniques en realidad. Gracias.
Lo dijo de una manera muy ceremoniosa, porque no estaba acostumbrada a agradecer nada a los demás, ni a darse cuenta de que le hacían favores.
—Gracias —volvió a decir, y tendió la mano a Martha porque no sabía qué hacer.
Martha le estrechó la mano con torpeza, pues tampoco ella estaba habituada a estas cosas. Y luego se echó a reír.
—¡Ay que si eres rara! ¡Como si fuás una vieja! —le dijo la muchacha—. Si hubiás sío mi hermana, la Elizabeth Ellen, mabrías dao un beso.
Mary parecía aún más tiesa que nunca.
—¿Quieres que te dé un beso?
Martha se volvió a reír.
—No, yo no —contestó—. Pero si fuás diferente, lomejor querrías dármelo tú. ¡Pero no lo eres, ansí que sal al jardín a jugar con la comba, ea!
La señorita Mary se sintió un poco violenta al salir de la habitación. ¡Qué raras eran las personas de Yorkshire!, se dijo, y Martha… hasta le parecía indescifrable. Sin embargo, aunque al principio le había disgustado su persona, ahora ya no era así.
En el jardín, la comba le pareció maravillosa. La niña contaba y saltaba, saltaba y contaba, hasta que las mejillas se le enrojecieron con el ejercicio; además, nunca en su vida había sentido tanto interés como el que sentía hacia aquella actividad. El cielo se había despejado y corría un aire ligero: no era un viento áspero, sino una brisa que iba llegando en breves y deliciosas ráfagas y que traía consigo el aroma de la tierra recién excavada. La niña fue saltando por el jardín donde estaba la fuente, y subió por un paseo y bajó por el otro. Luego por fin llegó saltando hasta una huerta donde vio a Ben Weatherstaff; estaba cavando y hablándole a su petirrojo, el cual brincaba en torno suyo. La niña recorrió saltando el sendero que llegaba hasta donde estaba Ben, y éste levantó la cabeza y la miró con expresión de curiosidad. No estaba segura de si el jardinero se había dado cuenta o no de su presencia; y es que quería de verdad que la viera saltar.
—¡Vaya! —dijo Ben—. ¡No me lo creo! Si lomejor eres una niña después de to, y lomejor tiés en las venas sangre de creatura y no leche agria. Como que me llamo Ben, si te san puesto las mejillas encarnás de tanto saltar. No mabría creído yo que pudiás tú saltar desa manera.
—Nunca había saltado antes con una comba —dijo Mary—. Estoy empezando. Llego hasta veinte.
—Sigue, sigue ansí —dijo Ben—. ¡No lo haces mal pa ser una ca vivido con paganos. ¡Ay cómo te mira! —dijo, señalando con la cabeza al petirrojo—. Te siguió ayer de cerca. Y hoy hará lo mesmo. Querrá saber qué es la comba esa que llevas, porque nunca ha visto una. ¡Eh! —le dijo al pájaro, meneando la cabeza—, esa curiosidad que tiés te va a matar si no tespabilas.
Mary fue saltando por todos los jardines y por la huerta, y descansaba cada pocos minutos. Luego llegó al sendero que tanto le gustaba y decidió ir saltando de un extremo a otro. Era un buen trecho, así que empezó despacio; pero al llegar a la mitad del sendero estaba sin aliento, y sentía tanto calor que hubo de pararse; pero no le importó, porque ya había contado hasta treinta. Se detuvo, riéndose de alegría, cuando hete aquí que ahí estaba el petirrojo, columpiándose en un largo tallo de hiedra; la había seguido y la saludó con su gorjeo. Al acercarse saltando hasta donde estaba el pajarito, Mary notó algo pesado en el bolsillo que le golpeaba con cada saltó, y cuando vio al petirrojo se volvió a reír.
—Ayer me enseñaste dónde estaba la llave —le dijo—. Hoy me tienes que decir dónde está la puerta… pero no te creo, ahí no está.
El pajarito marchó volando del tallo oscilante de la hiedra y se posó encima del muro, abrió el pico y comenzó a cantar un sonoro y bello trino, sólo por presumir. No hay nada tan hermoso y sublime como un petirrojo al que le guste vanagloriarse, y los petirrojos casi siempre hacen gala de sus habilidades con notable presunción.
Mary recordó que en muchos de los cuentos que le había contado su aya se hablaba de magia; y lo que estaba a punto de suceder no era sino un episodio mágico, habría de decir luego Mary al rememorar aquel instante.
Una de aquellas ráfagas de viento tan agradable vino con más fuerza que las demás. Tenía tal ímpetu que agitó las ramas de los árboles e hizo oscilar los tallos de la hiedra sin rematar que pendían del muro. Mary se hallaba muy cerca de donde se había posado el petirrojo. Y de pronto el viento empujó hacia un lado los extremos sueltos de la hiedra; y más repentinamente aún, la niña se abalanzó sobre una de las ramas y la sujetó con la mano; y lo hizo porque acababa de ver algo bajo las hojas: un tirador redondo, que hasta entonces permanecía oculto bajo el follaje… Era el tirador de una puerta.
La niña pasó las manos por detrás de la hiedra, y tiró de las hojas y las empujó hacia un lado. Aunque la hiedra era muy tupida, la mayoría de las hojas no formaba sino una cortina suelta y oscilante; parte, sin embargo, de esta cortina había invadido la madera y el hierro de la puerta. El corazón de Mary se puso a latir deprisa y sus manos le temblaban un poquito de la emoción y la alegría. El petirrojo seguía cantando y piando, y movía la cabeza a uno y otro lado, como si estuviera tan contento como ella. ¿Qué podía ser aquello bajo sus manos, de forma cuadrada y hecho de hierro, y donde palpó un orificio con los dedos?
Era el cerrojo de la puerta que había estado cerrada por espacio de diez años, y Mary introdujo la mano en el bolsillo, sacó la llave y la metió por aquella cerradura: encajaba a la perfección. Empujó la llave y le dio una vuelta; tuvo que usar las dos manos, pero la llave giró.
Mary dio luego un hondo suspiro y miró a ver si venía alguien por aquel largo sendero. No había nadie; si además nadie, pero que nadie, venía jamás por allí. Suspiró de nuevo sin poder contenerse, retiró hacia un lado la cortina oscilante de hiedra y empujó la puerta, la cual se fue abriendo muy, muy despacio.
Y la niña atravesó el umbral de la puerta y la cerró
tras de sí, y se quedó allí mirando a su alrededor,
jadeando de emoción, de asombro y de regocijo.
Y es que estaba dentro del jardín secreto.

 

 

Para leer en la Owen... La leyenda de un reino maravilloso




La  búsqueda de un reino imaginario

La leyenda del Preste Juan

 
L. N. Gumilev

Este es un libro realmente extraordinario que ha tenido una historia difícil y no ha recibido hasta hoy la atención que merece. Las dificultades a las que ha habido de enfrentarse arrancan, para empezar, de la atormentada vida de su autor, Lev Gumilev, hijo del poeta Nicolai Gumilev y de la gran Ana Ajmatova. En 1934 comenzó el largo calvario de arrestos y deportaciones de Lev, perseguido por las actividades de sus padres, activistas y censurados por el régimen.

Lev consiguió la libertad en 1956 –al cabo de más de veinte años de persecuciones y castigos–, y pudo proseguir su carrera como historiador. Publicó diversos libros sobre los hunos (1960), los jázaros (1966) y los antiguos turcos (1967), y en 1970 apareció La búsqueda de un reino imaginario. La leyenda del preste Juan, que se traduce hoy al castellano, y antes, en 1987, había sido vertida al inglés.

Era un libro renovador e imaginativo, que no iba a recibir la atención que merece ni en su versión original rusa –lo cual es explicable, porque resultaba demasiado heterodoxo– ni en la edición inglesa. Y es que también en el terreno de la ciencia histórica, pese a poder circular por el mundo con un certificado de inocencia, Lev Gumilev ha tenido que pagar las consecuencias de su atrevimiento al desafiar a los poderes académicos establecidos, que tienen sus propios campos de olvido para los disidentes.

¿Cuáles son los delitos de “lesa academia” que ha cometido Gumilev? Para empezar, y como ya se advertía en el prólogo que S. I. Rudenko escribió para la edición rusa, el suyo no era un libro “normal”: no encajaba en ninguno de “los campos aceptados” del academicismo. No era un libro de divulgación, aunque estuviese escrito de manera accesible y fuese perfectamente comprensible por el gran público, ni un estudio erudito especializado, de los que se destinan al uso exclusivo de los miembros de una tribu académica, que son los únicos capaces de comprender su jerga y de interesarse por su contenido.

Un libro que empieza proponiendo “la superación de la filología”, esto es, de la erudición tradicional, ha de parecer sospechoso de entrada. Si después resulta que “mezcla” aportaciones de diversos campos científicos (climatología, historia, antropología), que no se limita a estudiar un tema acotado en el espacio y el tiempo (sino que se mueve en un amplio arco temporal y se atreve hablar de chinos, mongoles, musulmanes, rusos y cruzados, sin  haber pedido permiso previamente a los “especialistas” que controlan al saber establecidos en cada uno de estos campos) y, sobre todo, que en lugar de utilizar los métodos tradicionales, nos propone una audaz combinación de enfoques diversos, es seguro que va ser expulsado del “templo de la ciencia”.

     La traducción inglesa de este libro fue recibida con lo que pudiéramos llamar un “silencio hostil”. Y temo que algo semejante le suceda a la que hoy presentamos al lector español. Porque, al fin y al cabo, ¿cómo se espera vender un libro que no va a ser recomendado en ningún curso universitario porque no coincide con los requerimientos del programa de ninguna asignatura? ¿Qué méritos justifican esta aventura editorial en tiempos de desalfabetización universitaria, en que el libro está siendo reemplazado por la ración mínima de letras que proporciona la fotocopiadora?

Al lector común aficionado a la historia, que se interesa por un libro porque satisface sus curiosidades, Gumiley le gustará porque le va a descubrir mundos ignorados. El pretexto del libro, tal como lo anuncia su titulo, es explicarle cómo, cuándo y por qué nació la leyenda del reino del preste Juan: del rey-sacerdote cristiano que la Europa medieval creía que residía en algún lugar ignoto de Asia. En el trascurso de la búsqueda  de este rey no inexistente, el autor le llevará a las estepas de Asia Central, donde la historia ha seguido la pulsación de los cambios climáticos y de donde han surgido las oleadas de invasores que han penetrado en diversas ocasiones hasta el corazón de Europa. Le descubrirá la fascinante realidad de la iglesia nestoriana: de esa cristiandad asiática que se extendía desde Sumatra hasta Azerbaiyán, y que pudo haber frenado el avance del islam, si Roma hubiese aceptado la alianza que le proponía. Una iglesia que inspiró la cruzada de los mongoles, que reconquistó de los musulmanes Bagdad y Damasco, donde las tropas vencedora entraron en 1260, al mando de un general nestoriano, un príncipe armenio y un cruzado: una cruzada que no figura en la lista de las aceptadas en nuestros manuales de historia, pero que probablemente salvó a Europa de gran ataque islámico que pudo haber cambiado su destino. Le contará también la sorprendente historia de cómo un mongol perseguido se convirtió en Gengis Jan (y le hará saber, de paso, que los mongoles eran originariamente rubios y de ojos azules, o sea que no tenían “rasgos mongólicos”). Y muchas cosas más del mismo estilo.

Pero aunque éste sea un libro de historia ameno, y hasta fascinante, no es un libro de historia amena, si no muy serio. Cuando Gumilev, después de haber ido asentando una a una las piezas de su audaz y original construcción, nos lleva, al final del libro, a una visión panorámica que explica algunas de las claves esenciales de la historia de Eurasia, se detienen de súbito para confesarle al lector que en algún modo le ha engañado. Que lo que en realidad le interesante era mostrar, con los ejemplos que le ha presentado, algunas verdades fundamentales acerca de la historia: que acumular acontecimientos y comprenderlos son dos cosas distintas (y que la mayor parte de la erudición se queda en el estadio de acumulación); que entre el investigador y aquello que investiga debe haber una oculta relación, “porque la búsqueda sólo merece la pena cuando sabes lo que estás buscando”, y que “si no saltan chispas entre el investigador y su material, no puede llegar a existir una síntesis”. Ahora, al final de la tarea, puede revelarle un secreto: “que en este libro se presta atención, no a un reino legendario que nunca existió, sino, sobre todo, al modo de entender esa admirable rama del conocimiento que es la historia”.

Por esa razón se ha traducido el libro. Para que algún joven aprendiz de historiador a quien caiga en las manos lo saboree, como hacíamos nosotros con las lecturas clandestinas que iluminaron los años difíciles de nuestra formación, y sienta despertar unas inquietudes nuevas, un deseo de desprenderse de las anteojeras con que los miopes procuran limitar la visión de los que tienen buena vista. Para que comprenda que el de historiador no es un trabajo sino un oficio: algo que sólo merece la pena hacer cuando busca algo que te importa a ti y que puede importar a otros  hombres y mujeres –no sólo a la tribu de los historiadores–, cuando “saltan chispas” entre la evidencia que manejas y tu propia persona. Entonces es cuando la historia se convierte en “una admirable rama del conocimiento” y su cultivo, en el oficio más apasionante que pueda imaginarse, capaz de  producir libros tan maravillosos como éste, que refleja la fuerza interior de un hombre en quien veinte años de persecuciones y de cárcel no pudieron apagar la pasión por contar a los hombres cuán complejo y enriquecedor puede llegar a ser el relato de sus vidas y sus hechos.

 

Josep Fontana

 

 

 

Gumilev, L.N. La búsqueda de un reino imaginario. La leyenda del Preste Juan. Crítica: Barcelona, 1994


viernes, 22 de febrero de 2013

Antonio Machado, en un 22 de febrero...

 


YO VOY SOÑANDO CAMINOS

Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas! ...
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero...
–La tarde cayendo está–.
“En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día,
ya no siento el corazón”.

Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea
se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:
“Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada.”



miércoles, 20 de febrero de 2013

Para leer en la Owen... un relato que es todo un hallazgo


UN HALLAZGO SINALOENSE EN VIENA

Margarita Ramírez de González

 
Una mañana de junio del año de 1931, me encontraba yo a la entrada de un café de la Rigstrasse de Viena, en compañía de unos amigos españoles y un mexicano, comentando la caída de Alfonso XIII. La conversación degeneró en discusión entre un viejo español monarquista y yo. Cuando más acaloradamente hablábamos, noté que a mi lado se había detenido una anciana encorvada y temblorosa en cuyos ojos se reflejaba la sorpresa. Vestía de negro y se apoyaba en un bastón; se acercó y me preguntó en un castellano familiar para mí.
—¿Caballero, es Ud. mexicano?
—Sí, señora— le contesté.
—¿De qué parte de México?
—De Sinaloa.
—¡Me lo figuraba!— dijo la anciana, sonriendo alegremente. ¡Es inconfundible el acento sinaloense!
—¿Es Ud. mexicana? —le pregunté.
—¿Soy austriaca, pero nací en Sinaloa. Me llamo Zelma Zuber.
—Señora, a los pies de Ud. Este joven es mi compatriota, el Sr. Azcona, y estos mis amigos españoles, los señores…
—Encantada de conocerlos— dijo, inclinando levemente la cabeza con aire distinguido. Cuánto me agradaría conversar con Uds., pero mi coche me espera. ¿Serían Uds. Tan amables en venir a mi casa mañana por la tarde?
—Con todo gusto, señora, —respondimos todos.
—Entonces—, dijo, entregándome una tarjeta que extrajo de su bolsa, —los espero. Tengo tanto qué recordar de México!... —Con permiso de Uds. Buenas tardes.
De un viejo coche estacionado junto a la acera bajó el cochero y con toda solicitud y respeto ayudó a la anciana a subir al vehículo.
Al día siguiente, mis amigos españoles se disculparon muy cortésmente conmigo por no poder asistir a la concertada visita, y sólo asistimos mi compatriota y yo.
La residencia de la anciana era modesta; el mobiliario antiguo, las alfombras y cortinas, viejas y desteñidas. Sin embargo había allí huellas de pasadas grandezas: un piano de cola, una consola de mármol y de madera labrada, jarrones chinos de gran valor, óleos antiguos entre los que sobresalía un retrato de Maximiliano y Carlota, objetos de porcelana y orfebrería, etc.
La viejecita nos recibió con grandes muestras de alegría. Nos invitó a sentarnos en unos viejos sillones de rojo terciopelo, e iniciamos con ella una amena charla que poco a poco se convirtió en monólogo, del que mi amigo y yo, admirados ante la prodigiosa memoria de la octogenaria dama, fuimos devotos oyentes:
“Mis padres fueron austriacos, originarios de Salzburgo. Mi padre, ingeniero minero, trabajaba en Marsella en una compañía minera francesa. Cuando esta empresa entró en negociaciones con una compañía mexicana, mi padre fue trasladado a la capital de México, y de allí a Mazatlán, a donde llegó en compañía de mi madre en 1848. En este puerto, vigilaba el ensaye de metales que traían de las minas de El Rosario, Copala y Pánuco, y que se embarcaban con destino a Francia. Yo nací en el mismo año que arribaron mis padres”.
“El negocio, en un principio, no prosperó debido a la guerra de la Intervención Norteamericana, pero una vez terminada, las minas entraron en auge y mi padre llegó a ser el más acaudalado de Sinaloa”.
“Vivíamos en una hermosa residencia situada frente al Paseo de Olas Altas. Entre nuestra servidumbre había una joven de mi misma edad llamada Rosa, por quien yo sentía una gran estimación. Juntas jugábamos; juntas aprendimos a leer, juntas paseábamos en carretela e íbamos a misa a la recién construida iglesia”.
“Cuando llegué a los catorce años me empecé a dar cuenta de la situación política del país. Supe que había dos partidos: el liberal y el conservador; que los franceses habían entrado por Veracruz y que a los partidarios de la intervención les llamaban traidores; que el Presidente Juárez había huido al Norte y que la Junta de Notables ofrecía la corona imperial a Maximiliano de Habsburgo. Mi simpatía estaba con la causa liberal, pero mi padre, súbdito de Francisco José I, se inclinaba por la causa conservadora y aprobaba la elección de Maximiliano, a quien había conocido personalmente aquí en Viena”.
“El tiempo transcurría en medio de la ansiedad general. Yo procuraba no exteriorizar mis ideas liberales por respeto y temor a mi padre”.
“Cierto día, Rosa me hizo una confesión que me llenó de estupor. “Tengo novio, me dijo—. Se llama Jesús Gamboa y es teniente del ejército que opera en esta plaza”. Esta noticia despertó en mí cierto despecho y envidia cuando pensé en que yo también tenía dieciséis años y no había descubierto, hasta entonces, ninguna mirada varonil que se fijase en mi persona. Rosa continuaba haciéndome confidencias y contándome, con lujo de detalles, las conversaciones que tenía con su novio, por las noches, detrás de la tapia del patio. Yo sentía una gran curiosidad por conocerlo”.
“Un domingo, cuando veníamos de misa en nuestro carruaje, vimos en una esquina a un joven militar. “Ese es”, me dijo Rosa, el oído. La cara morena y la ardiente mirada de aquel joven me impresionaron vivamente y desde entonces lo tuve en la imaginación”.
“Las noticias eran cada vez más alarmantes. Se rumoraba que las tropas invasoras se dirigían a Sinaloa por Durango, pero había quien asegurara que atacarían por mar. Recuerdo que el Gobernador del Estado, don Plácido Vega, había salido a San Francisco de California para comprar pertrechos, dejando como Gobernador interino a García Morales. En el mes de marzo de 1864 llegaron a Mazatlán seis ingenieros al mando del Coronel Sánchez Ochoa, quienes procedieron, desde luego, a la construcción de fortificaciones”.
“Rosa lloraba pensando en el destino de su novio. Yo hubiera querido tener derecho a participar de aquella incertidumbre”.
“El ataque no se hizo esperar. Una mañana de Semana Santa hizo su aparición frente al Puerto Viejo una goleta llamada “Cordeliére”. Dos veces atacó el puerto: ese día y el Sábado de Gloria mi padre y yo presenciamos las dos batallas desde el Cerro de Nevería. Había allí muchos curiosos, y entre ellos un hombre extraño: bajo, moreno, de pómulos salientes, mirada penetrante y sonrisa irónica. Vestía un traje verde y raído, y con los brazos cruzados sobre el pecho presenciaba en silencio la maniobra. Nadie sabía quién era”.
“El enemigo fue rechazado las dos veces. Sánchez Ochoa, a caballo, arengaba a los soldados que tiraban desde la playa. La principal de las piezas de artillería era manejada por Jesús Gamboa. Mis ojos estaban fijos en él. Con temerario arrojo cargaban el cañón y disparaban, desafiando las granadas que estallaban a su alrededor. A través de los vidrios de mis gemelos veía su cabeza con largos cabellos flotando al aire. Los proyectiles de Gamboa averiaron seriamente la cubierta de la “Cordeliére” obligándola a retirarse”.
“Me acuerdo del alboroto del pueblo con motivo de ese triunfo. El Gobernador García Morales condecoró a los héroes, entre ellos a Jesús Gamboa. Rosa lloraba de emoción. También yo lloraba. Durante la celebración de este acto, hizo su aparición el hombre misterioso que yo había visto en el Cerro de la Nevería. Pronunció una patriótica arenga que enloqueció a la multitud y en la que ensalzó las virtudes y el valor de un patriota: el entonces proscrito Antonio Rosales, vaticinando la próxima derrota de los franceses por este insigne militar”.
“Después supe que este brillante orador era don Ignacio Ramírez, “El Nigromante”.
“Rosa y Jesús Gamboa continuaron sus relaciones. El héroe fue ascendido y trasladado a Culiacán. Ese mismo año, bajo las órdenes del General Rosales, electo Gobernador, tomó parte en la batalla de San Pedro. Las profecías de “El Nigromante” se cumplieron. Rosales se cubrió de gloria, pero el valiente artillero mazatleco cayó mortalmente herido por las balas francesas. Antes de morir entregó su espada a un compañero, suplicándole la hiciera llegar a Rosa”.
“Meses después, el soldado compañero de Jesús Gamboa se presentó en mi casa y preguntó por Rosa. Cuando le hice saber que Rosa se encontraba en Pánuco, me entregó la espada. Yo, conmovida, la recibí y la guardé para entregársela a mi amiga cuando regresase”.
“Las autoridades civiles y militares empezaron a sospechar de la filiación política de mi padre, y antes de que Rosa volviera tuvimos que huir a México, en donde Maximiliano nos protegió. Me llevé la espada, no sé si por lástima de Rosa o porque también yo quise al heroico artillero. Hice mal, pero mi juventud me impidió comprenderlo”.
“A la caída del Emperador vinimos a Europa. Mis padres murieron poco después. El tiempo pasó. Me casé, tuve hijos y enviudé. He visto derrumbarse tres imperios aparte del de Maximiliano: el francés, el prusiano y el austriaco. Mis hijos, todos varones, murieron en la Guerra Mundial y me dejaron una modesta pensión y esta casa en la que pienso terminar mis días, en medio de recuerdos agradables y tristes como la vida misma, entre los que resaltan mis veinte primeros años transcurridos en México”.
“Ahora que la casualidad me ha deparado la gran alegría de conversar con dos mexicanos, uno de ellos sinaloenses, ¿aceptaría este sinaloense un regalo de esta pobre anciana?”
Conmovido acepté y le expresé mi gratitud. Entonces entró en el aposento contiguo y volvió con una espada vieja y enmohecida que puso en mis manos. “Esta es —me dijo— la espada del artillero mazatleco. Guárdela como una reliquia histórica. Pero cuando vaya a Mazatlán busque a Rosa Barraza, y si aun vive, entréguesela en mi nombre”.
Así se lo prometí y nos despedimos de aquella venerable anciana cuyo viejo y cansado corazón aun amaba a México.
En 1933 llegué a Mazatlán, sin olvidar traer conmigo la histórica espada. Busqué a Rosa y la encontré en el Asilo de Ancianos. Era una viejecita inválida, de mirada triste y trencitas blancas. Fui presentada a ella y le dije que iba de parte de Zelma Zuber. Me contestó que no la conocía; pero cuando le hice el relato de la viejecita austriaca con respecto a lo acontecido en Mazatlán en la época de la Intervención Francesa, una dulce sonrisa fue dibujándose en sus marchitos labios, mientras inclinaba la cabeza en señal de aprobación. Le entregué la espada. Emocionada, la contempló. Dos lágrimas se desprendieron de sus apagadas pupilas.
Cuando salí del Asilo me dirigí a la playa del Puerto Viejo, y en la parte posterior de un derruido fortín contemplé el viejo cañón de Jesús Gamboa, apuntando altivo hacia el horizonte marino, que en ese instante se envolvía en el fuego de un crepúsculo de agosto.
Regresé a México y no he vuelto a Mazatlán. Ignoro el fin que tuvo la espada de aquel valiente, pero lo más seguro es que descanse junto a los huesos de Rosa, bajo mi querida tierra sinaloense.
 Ramírez de González, Margarita. “Un hallazgo sinaloense en Viena”, en Los primeros juegos florales de Guasave, Sin. México, 1947, pp. 21-27


* Dibujo de P. Blanolzul del puerto de Mazatán durante la intervención francesa a México