martes, 29 de enero de 2013

Para leer en la Owen... Grandes autores del Siglo XX


Vladimir Bartol, hashishini

Mauricio Molina

El esloveno Vladimir Bartol publicó en 1938 una de las novelas más memorables de la literatura balcánica: Alamut, que evoca la historia de Hasan Sabah, el Viejo de la Montaña. La leyenda es concluyente y precisa: hacia el siglo XI  de la Era Común, Hasan Ibn Sabah (1056-1124) fundó la secta de los hashishini o comedores de hashís, para pelear contra los otomanos refundar el milenario Imperio Persa. Desde la cumbre de la montaña de Alamut (que significa “nido de águilas”), al norte de Irán, Hasan Sabah —llamado El Viejo de la Montaña— enviaba a sus asesinos (de ahí deriva la etimología de esta palabra) a cualquier punto del Oriente Medio con el fin de imponer su poder. Compañero y amigo del delicado poeta persa Omar Khayyam en la Universidad de Ispahan, Hasan Sabah había estudiado El Corán y se inició en el estudio de la filosofía, sobre todo del zoroastrismo: doctrina preislámica fundada entre los siglos VIII y XIV antes de la Era Común por Zoroastro (a quien Nietzsche tomara como modelo en Así hablaba Zaratustra). El zoroastrismo era la base religiosa y filosófica de la milenaria cultura irania y había sido erradicada después de la invasión de los otomanos. Por aquel entonces, había en Irán un grupo de seguidores del ismaeslismo, derivación islámica que combinaba la doctrina de Zoroastro con las enseñanzas de El Corán y que resistía la imposición religiosa de los sunitas otomanos apoyados por los califas de Bagdad.

La historia de Hasan, narrada por Bartol, tiene un profundo parentesco arquetípico con profetas como Moisés, Abraham, Cristo o Mahoma: hacia el año 1080, después de una revelación en el desierto de Arabia, Hasan Sabah fue enviado nada menos que por Zaratustra a El Cairo, donde habría de reunir a los ismaelitas persas en el exilio y conocería el secreto del hashís, cuya preparación, por  medio de una combinación de cannabis con otras hierbas, era capaz de producir en quien lo tomara visiones y alucinaciones placenteras.

Fue en El Cairo donde se hizo de un puñado de seguidores para hacer su recorrido de regreso a Persia. A lo largo de su travesía, Hasan fue reclutando discípulos en Alepo, Bagdad, Jerusalén e Ispahan. Diez años después de su salida de Egipto, y luego de vagar por las áridas llanuras y desiertos de Arabia y Persia, Hasan Sabah encontró finalmente el lugar que Zaratustra le había indicado para asentar su imperio secreto: la fortaleza de Alamut, instalada en la cumbre de una montaña, el nido de las águilas, cercana al mar Caspio. Desde ahí, el Viejo de la Montaña, sin ejército regular, sin nada más que un grupo de iniciados, habría de poner en jaque a los seguidores de los sunitas y terminaría haciendo añicos el Imperio otomano.

Los jóvenes hashishini eran enviados en secreto a lugares estratégicos, para ejecutar a los enemigos del Viejo de la Montaña, poniendo su vida de por medio. Algunas crónicas comentan que los enviados, intoxicados con la hierba, llevaban mensajes a los distintos califas y jeques, y se suicidaban frente a ellos abriéndose la yugular con un puñal, provocando con ello el más absoluto terror. Pero no basta el hashís para explicar un asesinato suicida: para lograr su cometido, el Viejo de la Montaña se sirvió de la más sutil y perfecta de todas las estrategias: la ilusión. Secretamente, Hasan Sabah hizo traer a su imperio a las mujeres más hermosas del Oriente Medio: armenias de piel blanca como la leche, afganas de piel aceitunada y profundos ojos azules, nubias de piel de ébano, griegas, hindúes, judías y cristianas. Estas mujeres permanecían ocultas en un palacio secreto y estaban destinadas al ritual iniciático de los hashishini: intoxicados por el hashís, Sabah los hacía llevar al harén bajo la promesa de que visitarían el Paraíso. Las muchachas, ataviadas con exquisitos trajes y rodeadas de frutos y de vino, atendían a los guerreros quienes accedían a un éxtasis de placer y sensualidad extremas. Ya completamente intoxicados, perdidos, los iniciados eran llevados a sus habitaciones y, al despertar, recordaban su estancia en el Paraíso de la misma forma en que se recuerdan los sueños.

La estrategia del Viejo de la Montaña era provocar una experiencia extática donde los iniciados se reunían con las mujeres del harén y recibían con ello la promesa de acceder al Paraíso. Al llevar a cabo su acto atroz, el asesino, con las pupilas dilatadas, pensaría seguramente en los placeres y excesos que volvería a disfrutar con sus almas gemelas, habitantes de ese reino nebuloso, crepuscular, al que habían entrado gracias a la estrategia ilusionista del Viejo de la Montaña.

Vladimir Bartol, con su novela saturada de poesía, se ubica en el entorno sensual y guerrero de los hashishini. El novelista esloveno sabe lo que todos los dictadores, de Hasan Sabah a Hitler, Saddam Hussein y Miloszevic, sabían: que el poder se sirve de la ilusión para cumplir con sus más bárbaros propósitos. En esta novela se trasluce una impresionante parábola sobre la voluntad de poderío nietzscheana. Bartol elabora una visionaria advertencia a Occidente: escrita en el preludio a la Segunda Guerra Mundial, Alamut nos recuerda que Hitler, Musolini o Stalin son, a su modo, Viejos de la Montaña, cuyas sentencias de muerte se cumplen de manera a menudo misteriosa y secreta.

En 1120 el poeta Omar Khayyam llegó a Alamut para visitar a su amigo de juventud. Este encuentro resulta prodigioso: el bardo del vino y la sensualidad se encuentra con el filósofo que utilizaba los mismos medios —la ebriedad, el placer— para llevar a cabo los actos más atroces.

Hasan Sabah, el Viejo de la Montaña, fundador de la secta de los hashishini, murió en 1124 contemplando, como afirma Bartol, el vuelo lejano de las águilas. La fortaleza de Alamut permaneció intacta hasta que las hordas mongoles consiguieron destruirla.

Antes que Maquiavelo, el Viejo de la Montaña sabía y practicaba la idea del fin que justifica los medios. Un solo aforismo, genial, perturbador y alucinante, nos ha quedado de Hasan Sabah, el filósofo asesino: “nada es verdad, todo está permitido”.

 

  

Mauricio Molina. Último siglo. Pasajeros de la literatura del siglo XX. México: Conaculta/Cecut, 2004.

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