El
hablador
Mario Vargas
Llosa
Fue
sólo ya al final, cuando buscaba un hueco en la conversación para despedirme,
que, de manera casual, surgió el asunto que, a distancia, borra todos los otros
de esa noche y es, seguramente, la razón de que yo dedique ahora mis días de
Firenze, no tanto a Dante, Machiavelli y el arte renacentista, sino a
entretejer los recuerdos y fantasías de esta historia. No sé cómo brotó. Yo les
hacía muchas preguntas y algunas de ellas debieron versar sobre los brujos y
curanderos machiguengas (los había de dos clases: los benéficos seripigaris, y
los maléficos, machikanaris). Acaso esto lo suscitó. O, acaso, cuando les
pregunté acerca de los mitos, leyendas, historias que hubieran podido recoger
en sus viajes, se produjo la asociación de ideas. No sabían gran cosa sobre las
prácticas de hechicería de seripigaris y machikanaris, salvo que ambos, como
ocurría con los chamanes de otras tribusse servían del tabaco, del ayahuasca y
otras plantas alucinógenas –la corteza del kobuiniri, por ejemplo– en el curso
de sus sesiones, a las que llamaban la mareada, ni más ni menos que a la simple
borrachera de masato. Los machiguengas eran de por sí muy locuaces, magníficos
informantes, pero los Schneil no habían querido insistir demasiado sobre el
asunto de los brujos, temerosos de violentarlos.
— Bueno, y además del seripigari
y el machikanari, hay también entre ellos ese personaje raro, que no parece ni
curandero ni sacerdote –dijo, de pronto, la señora Schneil. Se volvió hacia su
marido dudando–. Bueno, tal vez sea un poco de las dos cosas, ¿no es cierto,
Edwin?
— Ah, te refieres al… –dijo el
señor Schneil, y vaciló. Articuló un ruido fuerte, largo, gutural y con eses. Quedó
en silencio, buscando–. ¿Cómo se podría traducir?
Ella
entrecerró los ojos y se llevó un nudillo a la boca. Era rubia, de ojos muy
azules y labios delgadísimos y tenía una sonrisa infantil.
— Tal vez conversador. O, más
bien, hablador –dijo al fin. Y pronunció de nuevo el ruido: bronco, sibilante,
larguísimo.
— Sí –sonrió él–. Creo que es lo
más aproximado. Hablador.
Nunca
habían visto a ninguno. Por su puntillosa discreción –su temor a irritarlos–
nunca habían pedido a sus huéspedes una descripción detallada sobre las
funciones que cumplía entre los machiguengas, ni que les precisaran si se trataba
de uno o de muchos, o, incluso, aunque tendían a descartar una hipótesis, si,
en vez de seres completos y contemporáneos, se trataba de alguien fabuloso, como
Kientibakori, patrón de los demonios y creador de todo lo ponzoñoso e
incomestible. Lo seguro era que la palabra "hablador" se
pronunciaba con extraordinarias muestras de respeto por todos los machiguengas
y cada vez que alguien la había proferido delante de los Schneil, los demás
habían cambiado de tema. Pero no creían que se tratara de un tabú. Pues el
hecho era que la famosa palabreja se les escapaba muy a menudo, lo que parecía
indicar que el hablador estaba siempre en sus mentes. ¿Era un jefe o mentor de
toda la comunidad? No, no parecía ejercer ningún poder específico sobre ese
archipiélago tan laxo, tan disperso: la sociedad machiguenga. Por lo demás,
ésta carecía de autoridades. Sobre eso los Schneil no abrigaban la menor duda. (…)
Tal vez el hablador ejercía un liderazgo espiritual, tal vez relacionaban
ciertas prácticas religiosas. Pero, por alusiones captadas aquí y allá, en una
frase suelta de uno y en una réplica de otro, la función del hablador parecía
ser sobre todo aquella inscrita en su nombre: hablar. (…)
Los
Schneil habían hecho conjeturas, barajado hipótesis. El hablador, o los
habladores, debían de ser algo así como los correos de la comunidad. Personajes
que se desplazaban de uno a otro caserío, por el amplio territorio en el que
estaban aventados los machiguengas, refiriendo a unos lo que hacían los otros,
informándoles recíprocamente sobre las ocurrencias, las aventuras y desventuras
de esos hermanos a los que veían muy rara vez o nunca. El nombre los definía. Hablaban.
Sus bocas eran los vínculos aglutinantes de esa sociedad a la que la lucha por
la supervivencia había obligado a resquebrajarse y desperdigarse a los cuatro
vientos. Gracias a los habladores, los padres sabían de los hijos, los hermanos
de las hermanas, y gracias a ellos se enteraban de las muertes, nacimientos y
demás sucesos de la tribu.
— Y también de algo más –dijo el
señor Schneil–. Tengo la impresión de que el hablador no sólo trae noticias
actuales. También del pasado. Es probable que sea, asimismo, la memoria de la
comunidad. Que cumpla una función parecida a la de los trovadores y juglares medievales.
La
señora Schneil lo interrumpió para aclararme que aquello era difícil de
establecer. El sistema verbal machiguenga era intrincado y despistante, entre
otras razones porque confundía el pasado y el presente, así como la palabra "muchos" –tobaiti– servía para expresar todas las
cantidades superiores a cuatro, el "ahora" abarcaba a menudo el hoy y el
ayer y el verbo en tiempo presente lo usaban para referirse a acciones del
pasado próximo. Era como si sólo el futuro fuese para ellos algo nítidamente
delimitado. La charla derivó hacia el tema lingüístico y terminó con un rosario
de ejemplos que me dieron sobre las risueñas e inquietas implicaciones de una
manera de hablar en la que el antes y el ahora eran poco diferenciables.
La
idea de ese ser, de esos seres, en los bosques insalubres del Oriente cuaqueño
y de Madre de Dios, que hacían larguísimas travesías de días y semanas llevando
y trayendo historias de unos machiguengas a otros, recordando a cada miembro de
la tribu que los demás vivían, que, a pesar de las grandes distancias que los
separaban, formaban una comunidad y compartían una tradición, unas creencias,
unos ancestros, unos infortunios y algunas alegrías, la silueta furtiva, tal
vez legendaria, de esos habladores que con el simple y antiquísimo expediente –quehacer,
necesidad, manía humana– de contar historias, eran la savia circulante que
hacía de los machiguengas una sociedad, un pueblo de seres solidarios y
comunicados, me conmovió extraordinariamente. Me conmueve aún, cuando pienso en
ellos, y, ahora mismo, aquí, mientras escribo estas líneas, en el Café Strozzi
de la vieja Firenze, bajo el calor tórrido de julio, se me pone todavía la
carne de gallina.
— ¿Y por qué se te pone la carne de
gallina? –dijo Mascarita–. ¿Qué es lo que tanto te llama la atención? ¿Qué
tienen de particular los habladores?
En
efecto, ¿Por qué no podía quitármelos de la cabeza, desde esa noche?
— Son una prueba palpable de que
contar historias puede ser algo más que una mera diversión –se me ocurrió decirle–.
Algo primordial, algo de lo que depende la existencia misma de un pueblo. Quizá
sea eso lo que me ha impresionado tanto. Uno no siempre sabe por qué lo
conmueven las cosas, Mascarita. Te tocan una fibra secreta y ya está.
*****
¿Por
qué los etnólogos modernos jamás mencionaban a los habladores? Era una pregunta
que me hacía cada vez que llegaba a mis manos alguno de esos estudios o
trabajos de campo y descubría que tampoco esta vez se mencionaba ni siquiera de
paso a aquellos ambulantes contadores de cuentos que a mí me parecían el rasgo
más delicado y precioso de aquel pequeño pueblo y el que, en todo caso, había
forjado ese curioso vínculo sentimental entre los machiguengas y mi propia
vocación (para no decir simplemente mi vida).
¿Por
qué había sido incapaz, en el curso de todos aquellos años, de escribir mi
relato sobre los habladores? La respuesta que me solía dar cada vez que
despachaba a la basura el manuscrito a medio hacer de aquella huidiza historia,
era la dificultad que significaba inventar, en español y dentro de esquemas
intelectuales lógicos, una forma literaria que verosímilmente sugiriese la
manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágico-religiosa. Todos
mis intentos culminaban siempre en un estilo que me parecía tan obviamente
fraudulento, tan poco persuasivo como aquellos en los que, en el siglo xviii, cuando se puso de moda en Europa "el buen salvaje", hacían hablar a sus
personajes exóticos los filósofos y novelistas de la Ilustración. Pero pese a
los fracasos, quizás a causa de ellos, la tentación estaba siempre allí y cada
cierto tiempo, reavivada por una circunstancia fortuita, cobraba bríos y la
silueta rumorosa, transeúnte, selvática, del hablador, invadía mi casa y mis
sueños. ¿Cómo no iba a ser emocionante la perspectiva de ver, por fin, la cara
de los machiguengas?
*****
¿Cuántas
veces, en estos veintitrés años, había pensado en los machiguengas? ¿Cuántas
veces había tratado de adivinarlos, de escribirlos, cuántos proyectos había
hecho para viajar a sus tierras? Por culpa de ellos, todos los personajes o
instituciones que pudieran parecerse o de alguna manera asociarse en el mundo
con el hablador machiguenga habían ejercido una instantánea fascinación sobre
mí. Como los troveros ambulantes de los sertones bahianos, que, acompañados por
el bordón de su guitarra, entreveraban, en las polvorientas aldeas del Nordeste
brasileño, viejos romances medievales y chismografías de la región. Me bastó
ver a uno de ellos, aquella tarde en el mercado de Uauá, para divisar,
sobreponiéndose a la silueta del caboclo
con chaleco y sombrero de cuero que contaba, cantando ante un corro burlón, la
historia de la princesa Magalona y los doce Pares de Francia, la piel amarillo
verdosa, decorada con simétricas rayas rojizas y manchas oscuras, del hablador
semidesnudo que, lejísimos de allí, en una playita oculta bajo el ramaje del
Madre de Dios, refería a una familia atenta, en cuclillas, la disputa a
soplidos de Tasurinchi y Kientibakori de la que resultaron todos los seres
buenos y malos de este mundo.
Pero
todavía más que el trovero del sertón, fue el seanchaí irlandés quien me había evocado, y con qué fuerza, a los
habladores machiguengas. Seanchaí: "decidor de
viejas historias",
"aquel
que sabe cosas", tradujo al inglés,
distraídamente, alguien, en un bar de Dublín. ¿Cómo explicar, si no es por los
machiguengas, aquella emoción, aquel aceleramiento brusco en el pecho, que me
llevó a entrometerme, a preguntar, y más tarde, a atosigar y enloquecer a
conocidos y amigos irlandeses hasta que me pusieron frente a un seanchaí? Reliquia viviente de los
viejos aedas de Hibernia, que, como aquellos antepasados suyos cuyas siluetas
se confunden, en la noche de los tiempos, con los mitos y las leyendas célticas
que son los cimientos culturales de Irlanda, el seanchaí cuenta aún, en nuestros días, en el calor humoso de un pub, en una fiesta suspensa de pronto
ante el hechizo de una palabra, o en una casa familiar, junto a la chimenea,
mientas afuera gotea la lluvia o ruge la tormenta, antiquísimas fábulas,
historias épicas, amoríos terribles, inquietantes milagros. Es un patrón de
bar, un chofer de camión, un pastor, un mendigo, alguien misteriosamente tocado
por la varita mágica de la sabiduría y el arte de contar, de recordar, de
reinventar y enriquecer lo ya contado a lo largo de los siglos, un mensajero de
los tiempos del mito y de la magia, anteriores a la historia, a quien los
irlandeses contemporáneos escuchan todavía, horas y horas, encandilados.
Siempre supe que aquella emoción intensa con que viví ese viaje a Irlanda
gracias al seanchaí, fue metafórica,
una manera de escuchar, a través de él, al hablador y de vivir la ilusión de
formar parte, apretado entre sus oyentes, de un auditorio machiguenga.
Y
por fin, mañana, de esta manera impremeditada, y guiado nada menos que por los
propios esposos Schneil, iba a conocer a los machiguengas. ¿La vida tenía cosas
de novela, pues? Sí, señor, las tenía.
Vargas Llosa, Mario.
El hablador. México: Seix Barral,
1988
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