jueves, 21 de noviembre de 2013

Homenaje a César López Cuadras en la Feria del Libro Los Mochis 2013



Piedras para López Cuadras

Eduardo Antonio Parra
 
Como buen observador de las costumbres urbanas, campestres y pueblerinas, antiguas o recientes de su Sinaloa natal, Cesar López Cuadras (sin acento, supongo que a causa de la ortografía de quien redactó su acta) no dejaba de divulgarlas en pláticas de cantina, clases de literatura o en sus narraciones y novelas, tratando siempre de extraerles, además de sus significados profundos, los aspectos humorísticos que revelaban lo menos solemne de la idiosincrasia regional. Su intención, por supuesto, era dar a conocer los orígenes de una personalidad colectiva y reírse de ellas cuantas veces se pudiera; es decir, aprender a reírse de su gente, que es lo mismo que reírse de sí mismo. En sus palabras esas tradiciones devenían historias concretas, relatos sabrosos que los oyentes recibíamos con risas entre un trago y otro de cerveza y a los que por lo regular respondíamos con la recomendación “deberías escribir eso”, sin saber que muchas veces la anécdota en cuestión ya ocupaba algunas páginas de su novela en proceso entonces, o la trama completa de algún cuento próximo a publicarse.
 
Pocos narradores he conocido que, tan fácil, sepan envolver en un carácter regional a los protagonistas de sus obras sin por ello restarles la individualidad necesaria para distinguirlos de los demás. Pocos he conocido, también, con un sentido del humor tan genuino y sincero que, no obstante, pueda desvanecerse en un momento para dar paso al drama o a la tragedia, según lo requiera la historia que se cuenta.

Pero entre las tradiciones sinaloenses que siempre han llamado mi atención hubo una que no recuerdo haber comentado con él en los casi catorce años que fuimos amigos: la de ir levantando un túmulo de piedras donde se ha enterrado a un hombre –o donde cayó muerto– como muestra de respeto y homenaje. Es cierto, esta costumbre está bastante difundida en el planeta y, según algunos, tiene su origen en la cultura hebrea, como bien puede apreciarse al final del filme La lista de Schlinder; pero al menos en México sólo he escuchado de ella en Sinaloa y Baja California, donde en Tijuana ocurrió con Juan Soldado, a cuyos fieles esas mismas piedras les sirvieron para construir su santuario. Incluso Élmer Mendoza alguna vez me comentó que, de niño, cuando iba a nadar al río en Culiacán, al pasar por el sitio donde se supone que fue ahorcado Malverde, él y sus amigos también dejaban sobre el túmulo su pétrea ofrenda al bandido legendario, justo en el sitio donde después fue levantada su primera capilla.

Sí, nunca conversé con López Cuadras acerca del asunto. Pero ahora que ya no se encuentra entre nosotros y que Ediciones B publicó de manera póstuma su novela Cuatro muertos por capítulo, me encuentro en la página 36 con el siguiente pasaje, en el monólogo de un niño de la sierra que con el tiempo se convierte en narcotraficante:
 
Y ahí está la Casa Vieja, que ya nomás son unas cuantas casas medias caídas y sin gente, con los corrales llenos de portillos, y cuando pasamos por ahí, mi apá agarra una piedra y la tira en un montón de piedras que ya mero tapa una cruz de palos muy viejos, chueca y sin nombre, y que el montón de piedras ha ido poniendo de lado. Quién era, le pregunto a mi apá; y él se queda callado mirando la cruz, y al cabo de un rato me dice: Un cristiano. Se pega una santiguada y sigue el camino sin acordarse de echarme por delante. Yo también pongo una piedra en el montón y me doy mi santiguada, porque luego dicen que, si no echa uno la piedra, el difunto lo va a tomar a mal y hasta pueque te eche la maldición. Yo no sé nada, nomás lo hago porque no vaya a ser, y pego una carrerita para alcanzar a mi apá, y sin que me diga nada me le pongo delante. Y ai vamos.

Acaso López Cuadras haya sido uno de los primeros narradores en advertir que, entre todos los “méxicos” que coexisten en nuestro territorio nacional, el del noroeste –y en especial el sinaloense– es uno de los que conservan atributos culturales más peculiares y desconocidos en el resto del país. Por eso no sólo se propuso incorporar a su obra narrativa las características del lenguaje, como han hecho otros escritores paisanos suyos, sino también los rasgos históricos y geográficos que han ido conformando la identidad de quienes habitan esas regiones. Esto resulta claro desde la publicación de su primer volumen de relatos La primera vez que vi a Kim Novak, que data de 1996, hasta las novelas Cástulo Bojórquez, de 2001, y ahora Cuatro muertos por capítulo, de 2013.

En sus primeros cuentos ya se hallan presentes las características que permanecieron a lo largo de su obra, sobre todo un sarcasmo furioso que permea la visión con que observa la realidad circundante, sarcasmo que en ocasiones se transforma en fina ironía cuando narra la historia a través de la mirada o el recuerdo de la niñez, como en el relato “La primera vez que vi a Kim Novak”, donde el erotismo infantil se enreda con el humor para  dotar a la historia de una nostalgia risueña que no hace sino dar mayor contundencia a la recuperación de la memoria. O como en “El león que fue a misa de siete”, donde consigue transformar una anécdota real –que en su momento aterrorizó a toda una población– en una suerte de comedia burlesca que pone de manifiesto las limitaciones de la vida pueblerina.

Aunque también escribió relatos urbanos, a Cesar le gustaba situar sus historias en pueblos pequeños y rancherías serranas, razón por la cual su obra fue malinterpretada en varias ocasiones por críticos que quisieron encajonarlo en el costumbrismo. Nada más alejado de la escritura de este autor. Si bien López Cuadras, como lo dije líneas arriba, no eludía plasmar ciertas costumbres regionales (principalmente si le resultaban humorísticas o dramáticas), la manera en que estructuraba su material, las técnicas utilizadas para presentarlo a los lectores y los diversos géneros en los que incursionó nos hablan de un escritor adecuado a su tiempo, contemporáneo en todos sus aspectos, incluso en ocasiones posmoderno, que dominaba el oficio con soltura desde su primera publicación, La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, de 1993. Quizás ello se haya debido a que su incursión en el oficio literario fue un tanto tardía, pues a pesar de ser un lector consumado durante toda su vida publicó su primera novela pasados los cuarenta años. Sin embargo, antes había dado a la imprenta varios volúmenes de economía, lo que demuestra también su variedad de intereses.

Tal versatilidad se advierte asimismo en su obra literaria. Abordó el género negro en La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, donde uno de los personajes es ni más ni menos Truman Capote después de publicar A sangre fría. Los temas de la infancia y del pueblo son predominantes en La primera vez que vi a Kim Novak. Con Cástulo Bojórquez consigue lo que podríamos llamar una verdadera “novela-corrido” al centrarse en la vida de un serrano sinaloense que pasa de campesino a judicial, de ahí a matón y finalmente a víctima, después de breves incursiones en el mundo del narcotráfico. En Macho profundo, de 1999, se aparta de sus temas habituales para construir una verdadera farsa burlesca que intenta oponerse a las tesis del feminismo (muy lejos de lo políticamente correcto, por supuesto). Y en Cuatro muertos por capítulo entra de lleno en lo que durante los últimos años se ha dado en llamar “narconovela”, con una historia familiar que trata de eludir el simple reflejo de la nota roja para profundizar en el fenómeno de la formación de los grandes capos.

Cesar López Cuadras murió por complicaciones de salud el pasado mes de abril. Su muerte fue prematura, como todas las muertes. Sin embargo, además de las ya mencionadas, dejó por lo menos otra novela inédita que pronto verá la luz en el Fondo de Cultura Económica. Con su deceso quienes lo tratamos perdimos un buen amigo, y la literatura nacional un escritor que aún tenía mucho que dar. Sin embargo, se las ingenió para dejarnos en sus libros no sólo una visión distinta de la realidad en que vivimos sino también esa ironía y ese sentido del humor furioso y corrosivo que fueron el principal rasgo de su carácter, además de todas esas historias y tradiciones que alcanzó a rescatar a través de la escritura. Por eso me gustaría que desde el más allá considerara cada una de estas páginas como una muestra de respeto y homenaje, igual que una piedra puesta en su túmulo, con el fin de que, como él mismo lo escribió, no lo tome a mal, y mucho menos me vaya a “echar la maldición”.
 


Texto leído por Eduardo Antonio Parra en la mesa redonda en homenaje a César López Cuadras, el sábado 12 de noviembre, en la 12 Feria del Libro Los Mochis 2013.