miércoles, 22 de febrero de 2012

Leyendo un cachito de...

Iacobus

Matilde Asensi

Pronto avisté los vastos territorios mauricenses, cercanos a la localidad de Torá, y enseguida, los altos muros de la abadía y las puntiagudas torres de su hermosa iglesia. Sin albergar ninguna duda, me atrevo a asegurar que Ponce de Riba, fundado ciento cincuenta años atrás por Ramón Berenguer iv, es uno de los monasterios más grandes y majestuosos que yo haya visto jamás, y su riquísima biblioteca es única a este lado del orbe, pues no sólo posee los códices sacros más extraordinarios de la cristiandad, sino la práctica totalidad de los textos científicos, árabes y judíos, condenados por la jerarquía eclesiástica, ya que, por fortuna, los monjes de San Mauricio se han caracterizado siempre por tener un espíritu muy abierto a todo tipo de riquezas. En los archivos de Ponce de Riba, he llegado a ver cosas que nadie creería: cartularios hebreos, bulas papales y cartas de reyes musulmanes que hubieran impresionado al estudioso más imperturbable.

Es evidente que un caballero hospitalario como yo no tiene sitio, al menos en apariencia, en un recinto sagrado dedicado al estudio y la oración, pero mi caso era singular, ya que, además de la verdadera y secreta razón que me había llevado hasta Ponce de Riba, mi Orden estaba especialmente interesada, por el bien general de nuestros hospitales, en el conocimiento de las terribles fiebres eruptivas, las viruelas, que tan magníficamente han sido descritas por los físicos árabes, así como en la preparación de jarabes, alcoholes, pomadas y ungüentos de los que habíamos tenido alguna noticia durante los años que duró nuestra presencia en el reino de Jerusalén.

En concreto, yo sentía un particularísimo afán por estudiar el Atarrif de Albucasis el Cordobés, obra conocida también como Metodus medendi después de su traducción al latín por Gerardo de Cremona. En realidad, a mí tanto me daba la lengua en la que estuviera escrita la copia del cenobio, pues domino varias de ellas con soltura, al igual que todos los caballeros que han tenido que luchar en Siria o Palestina. Esperaba encontrar en ese libro los secretos de las incisiones sin dolor en cuerpos vivos y de los cauterios, tan necesarios en tiempo de guerra, y aprenderlo todo acerca del maravilloso instrumental médico de los físicos persas, minuciosamente descrito por el gran Albucasis, para poder mandarlo fabricar con precisión en cuanto volviera a Rodas. Así pues, ese mismo día abandonaría el jubón, la cota y el manto negro con la cruz latina blanca, y sustituiría el yelmo, la espada y el escudo por el cálamo, la tinta y el scrinium.

No dejaba de ser un proyecto apasionante, desde luego, pero, como he dicho, no era el verdadero motivo por el cual estaba entrando en las tierras del cenobio; la auténtica razón que me había llevado allí –una razón exclusivamente personal, que había sido amparada desde el primer momento por el gran senescal de Rodas– era que, en aquel lugar, debía encontrar a alguien muy importante de quien no sabía absolutamente nada: ni cuál era su nombre, ni quién era, ni cómo era..., ni siquiera si seguía allí en aquel momento. Sin embargo, confiaba en mí mismo y en la Providencia para lograr el triunfo en tan espinosa misión. No por nada me apodan el Perquisitore.


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