jueves, 9 de febrero de 2012

Leyendo un cachito de...

Novela de ajedrez
Stefan Zweig

Y de pronto, mi mirada quedó prendida en otra cosa. Había descubierto que uno de los bolsillos laterales de uno de los capotes tenía una protuberancia, como si tuviera dentro algún objeto. Me acerqué más y me pareció reconocer por su forma cuadrada lo que contenía aquella protuberancia: ¡un libro! Mis piernas empezaron a flaquear. ¡Un LIBRO! Hacía cuatro meses que no tenía un libro en las manos y ahora, la sola idea de un libro con palabras alineadas, renglones, páginas y hojas, la sola idea de un libro en el que leer, perseguir y capturar pensamientos nuevos, frescos, diferentes de los míos, pensamientos para distraerse y para atesorarlos en mi cerebro, esa sola idea era capaz de embriagarme y también de serenarme. Mis ojos quedaron suspendidos en aquel bulto que formaba el libro en el bolsillo, como hipnotizados, con una mirada tan ardiente como si quisiera perforar el tejido. Finalmente no pude controlar mi avidez; involuntariamente me fui acercando. Sólo con pensare que podía tocar un libro con las manos, aunque fuera a través de la ropa del bolsillo, ya me ardían los dedos hasta la raíz de las uñas. Casi sin darme cuenta fui acercándome cada vez más. Por fortuna, el guardián no se dio cuenta de mi comportamiento, sin duda bastante extraño; quizá le parecía natural que una persona que había tenido que estar de pie durante dos horas quisiera apoyarse un poco en la pared. Ahora había llegado ya al lado mismo del capote y eché las manos a la espalda para poder palparlo sin llamar la atención. A través de la ropa conseguí percibir, en efecto, una cosa cuadrada, una cosa flexible y que crujía levemente: ¡un libro! Y una idea me atravesó el cerebro como un relámpago: <<¡Róbalo! Tal vez lo consigas y puedas esconderlo en la celda y después leer, leer, leer, por fin volver a leer!>> Esta idea, apenas formulada, empezó a actuar como un poderoso veneno; de pronto empezaron a silbarme los oídos y mi corazón se puso a latir y las manos, heladas, no acertaban a obedecerme. Sin embargo, pasado el aturdimiento inicial, me fui deslizando hasta el capote sin llamar la atención, y sin dejar de mirar al guardián empecé a empujar, con las manos siempre escondidas tras la espalda para que el libro fuera subiendo hasta quedar casi fuera del bolsillo. Al final, un movimiento de los dedos, un solo movimiento cauto y ligero, y he aquí que ya tenía en mis manos el libro, un ejemplar no muy voluminoso por cierto. Sólo en aquel momento llegué a darme cuenta, aterrado, de lo que acababa de hacer, pero ya no podía echarme atrás. ¿Dónde lo metería? Lo fui empujando, pegado a la espalda, hasta los pantalones, por debajo de la ropa, moviéndolo hacia un lado, para poder mantenerlo fijo a la costura si caminaba con las manos marcialmente pegadas a ambos lados. Venía ahora la primera prueba. Me separé del colgador un paso, después dos, después tres. Todo salió bien. Sólo con que mantuviese la mano bien unida a los pantalones podía ir aguantando el libro mientras caminaba.

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