—
Y las únicas personas que usted conoce en la
tierra –dijo Isidore–, son sus amigos inmigrantes.
—
Nos conocíamos antes del viaje; vivíamos todos
cerca de Nueva Nueva York. Roy Baty e Irmgard tenían una farmacia; él es farmacéutico
y ella se ocupa de cremas y cosméticos. Las mujeres de Marte están obligadas a
usar una cantidad de acondicionadores de la piel. Y yo –vaciló–, tomaba las
drogas que me daba Roy. Al principio las necesitaba porque... De todos modos,
es un lugar horrible –con un gesto violento indicó sus habitaciones–. Usted piensa
que yo sufro porque me siento sola. Pero esto no es nada: todo Marte es un
lugar solitario. Mucho peor.
—
Y los androides, ¿no son una compañía? He oído
un anuncio… Yo creía que los androides ayudaban –Isidore se sentó y comió, ella
alzó su vaso de vino y bebió inexpresivamente.
—
Los androides también se sienten solos
–respondió Pris.
—
¿Le gusta el vino?
—
Es muy bueno. –Pris apoyó el vaso sobre la mesa.
—
Es la primera botella que veo en tres años.
—
Volvimos –continuó ella–, porque nadie debería
vivir allá. Ese planeta no ha sido nunca un lugar habitable, al menos durante
el último billón de años. Es tan viejo…, uno siente esa terrible vejez en las
mismas piedras. Al principio Roy me daba drogas. Yo lograba sobrevivir merced a
un nuevo analgésico sintético: la silenicina. Y conocí entonces a Horst Harman,
que tenía una tienda de sellos, de viejos sellos de correo. Hay mucho tiempo
disponible y uno necesita un hobby, algo que ocupe infinitamente la atención. Y
Horst logró que yo me interesara por la ficción precolonial.
—
¿Quiere decir, libros antiguos?
—
Narraciones de viajes espaciales, escritas antes
de los viajes espaciales.
—
¿Y cómo podía haber narraciones antes de…?
—
Los escritores sabían.
—
Pero ¿en qué se fundaban?
—
En la imaginación. Muchas veces se equivocaban. Por
ejemplo, contaban que Venus era una jungla paradisiaca con enormes monstruos y
mujeres con corazas brillantes. –Pris lo miró–. ¿No le gusta la idea? ¿Mujeres
de largas trenzas rubias y refulgentes placas pectorales del tamaño de melones?
—
No –respondió Isidore.
—
Irmgard es rubia, pero pequeña –continuó Pris–. Pues
bien, sea como fuere, es posible ganar fortunas con el contrabando de ficción
precolonial, de revistas, libros y películas, a Marte. No hay cosa más excitante
que leer historias de ciudades y empresas industriales inmensas o de una
colonización verdaderamente lograda. Uno se imagina cómo podría haber sido
todo. Cómo habría tenido que ser Marte. Los canales…
—
¿Canales? –Isidore recordaba vagamente algo al
respecto. Antiguamente se creía que había canales en Marte.
—
Cruzaban el planeta en todas direcciones –siguió
Pris–. Y otros cuentos hablan de seres infinitamente sabios, de otras
estrellas. Y otros de la Tierra en el futuro, en nuestra época, y más adelante.
Cuando ya no haya más polvo radioactivo.
—
Y leer eso, ¿no hace que uno se sienta peor?
–preguntó Isidore.
—
No –respondió sencillamente Pris.
—
¿Has traído algún material de lectura
precolonial? –pensó que podía leer algo.
—
Aquí no tiene valor, no está de moda. Y de todas
maneras, las bibliotecas están repletas. Nosotros lo conseguimos así: se roba
en las bibliotecas de la Tierra y se envía por cohete automático a Marte. Y una
está vagando por el espacio, a la noche, y ve de improviso un destello, y un
cohete llega y se abre y de su interior se derraman las viejas revistas de ficción
precolonial. Una fortuna. Y por supuesto, las leemos antes de venderlas –cada
vez le entusiasmaba más el tema–. Y de todas…
Un golpe
en la puerta.
Palideciendo,
Pris susurró:
—
No puedo abrir. No haga ruido, no se mueva
–intentó escuchar–. Me pregunto si cerré la puerta –dijo en voz casi
inaudible–. Espero que sí –sus ojos, muy grandes, se fijaron en él, como si le
rogara que convirtiera su deseo en realidad.
Una voz
distante dijo:
—
Pris, ¿estás aquí?
—
Somos Irmgard y Roy –dijo una voz masculina–. Recibimos
tu mensaje.
Pris se
puso de pie, fue hasta el dormitorio, y reapareció con papel y lápiz. Volvió a
sentarse y rasguñó unas palabras: “Vaya a la puerta”.
Isidore,
nerviosamente, cogió el lápiz y escribió: “¿Qué les digo?”
Pris respondió:
“Vea si de verdad son ellos”.
Isidore
se dirigió a la sala. “¿Cómo haré para saber si son ellos?”. Abrió la puerta.
Había dos
personas. Una mujer pequeña, de ojos azules y pelo rubio claro, con un encanto
que evocaba el de Greta Garbo. El hombre era más alto; sus ojos eran
inteligentes, pero sus achatados rasgos mongólicos le daban un aire brutal. La mujer
vestía un abrigo a la moda, altas botas brillantes y pantalones; el hombre
llevaba una camisa arrugada y unos pantalones manchados, como si buscara
deliberadamente un aspecto vulgar. Le sonrió a Isidore, pero sus ojos pequeños,
brillantes, eran huidizos.
—
Estamos buscando… –dijo la rubia pequeña, y en
ese momento miró más allá de Isidore y su rostro se iluminó de felicidad. Pasó velozmente
al lado del hombre, exclamando–: ¡Pris! ¿Cómo estás?
Isidore
se volvió. Las dos mujeres se abrazaban. Se hizo a un lado, y entró el sombrío
y corpulento Roy Bety, con su sonrisa torcida en inexpresiva.
Philip K. Dick
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