lunes, 17 de junio de 2013

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Fragmento)

 
 


     Y las únicas personas que usted conoce en la tierra –dijo Isidore–, son sus amigos inmigrantes.

     Nos conocíamos antes del viaje; vivíamos todos cerca de Nueva Nueva York. Roy Baty e Irmgard tenían una farmacia; él es farmacéutico y ella se ocupa de cremas y cosméticos. Las mujeres de Marte están obligadas a usar una cantidad de acondicionadores de la piel. Y yo –vaciló–, tomaba las drogas que me daba Roy. Al principio las necesitaba porque... De todos modos, es un lugar horrible –con un gesto violento indicó sus habitaciones–. Usted piensa que yo sufro porque me siento sola. Pero esto no es nada: todo Marte es un lugar solitario. Mucho peor.

     Y los androides, ¿no son una compañía? He oído un anuncio… Yo creía que los androides ayudaban –Isidore se sentó y comió, ella alzó su vaso de vino y bebió inexpresivamente.

     Los androides también se sienten solos –respondió Pris.

     ¿Le gusta el vino?

     Es muy bueno. –Pris apoyó el vaso sobre la mesa.

     Es la primera botella que veo en tres años.

     Volvimos –continuó ella–, porque nadie debería vivir allá. Ese planeta no ha sido nunca un lugar habitable, al menos durante el último billón de años. Es tan viejo…, uno siente esa terrible vejez en las mismas piedras. Al principio Roy me daba drogas. Yo lograba sobrevivir merced a un nuevo analgésico sintético: la silenicina. Y conocí entonces a Horst Harman, que tenía una tienda de sellos, de viejos sellos de correo. Hay mucho tiempo disponible y uno necesita un hobby, algo que ocupe infinitamente la atención. Y Horst logró que yo me interesara por la ficción precolonial.

     ¿Quiere decir, libros antiguos?

     Narraciones de viajes espaciales, escritas antes de los viajes espaciales.

     ¿Y cómo podía haber narraciones antes de…?

     Los escritores sabían.

     Pero ¿en qué se fundaban?

     En la imaginación. Muchas veces se equivocaban. Por ejemplo, contaban que Venus era una jungla paradisiaca con enormes monstruos y mujeres con corazas brillantes. –Pris lo miró–. ¿No le gusta la idea? ¿Mujeres de largas trenzas rubias y refulgentes placas pectorales del tamaño de melones?

     No –respondió Isidore.

     Irmgard es rubia, pero pequeña –continuó Pris–. Pues bien, sea como fuere, es posible ganar fortunas con el contrabando de ficción precolonial, de revistas, libros y películas, a Marte. No hay cosa más excitante que leer historias de ciudades y empresas industriales inmensas o de una colonización verdaderamente lograda. Uno se imagina cómo podría haber sido todo. Cómo habría tenido que ser Marte. Los canales…

     ¿Canales? –Isidore recordaba vagamente algo al respecto. Antiguamente se creía que había canales en Marte.

     Cruzaban el planeta en todas direcciones –siguió Pris–. Y otros cuentos hablan de seres infinitamente sabios, de otras estrellas. Y otros de la Tierra en el futuro, en nuestra época, y más adelante. Cuando ya no haya más polvo radioactivo.

     Y leer eso, ¿no hace que uno se sienta peor? –preguntó Isidore.

     No –respondió sencillamente Pris.

     ¿Has traído algún material de lectura precolonial? –pensó que podía leer algo.

     Aquí no tiene valor, no está de moda. Y de todas maneras, las bibliotecas están repletas. Nosotros lo conseguimos así: se roba en las bibliotecas de la Tierra y se envía por cohete automático a Marte. Y una está vagando por el espacio, a la noche, y ve de improviso un destello, y un cohete llega y se abre y de su interior se derraman las viejas revistas de ficción precolonial. Una fortuna. Y por supuesto, las leemos antes de venderlas –cada vez le entusiasmaba más el tema–. Y de todas…

Un golpe en la puerta.

Palideciendo, Pris susurró:

     No puedo abrir. No haga ruido, no se mueva –intentó escuchar–. Me pregunto si cerré la puerta –dijo en voz casi inaudible–. Espero que sí –sus ojos, muy grandes, se fijaron en él, como si le rogara que convirtiera su deseo en realidad.

Una voz distante dijo:

     Pris, ¿estás aquí?

     Somos Irmgard y Roy –dijo una voz masculina–. Recibimos tu mensaje.

Pris se puso de pie, fue hasta el dormitorio, y reapareció con papel y lápiz. Volvió a sentarse y rasguñó unas palabras: “Vaya a la puerta”.

Isidore, nerviosamente, cogió el lápiz y escribió: “¿Qué les digo?”

Pris respondió: “Vea si de verdad son ellos”.

Isidore se dirigió a la sala. “¿Cómo haré para saber si son ellos?”. Abrió la puerta.

Había dos personas. Una mujer pequeña, de ojos azules y pelo rubio claro, con un encanto que evocaba el de Greta Garbo. El hombre era más alto; sus ojos eran inteligentes, pero sus achatados rasgos mongólicos le daban un aire brutal. La mujer vestía un abrigo a la moda, altas botas brillantes y pantalones; el hombre llevaba una camisa arrugada y unos pantalones manchados, como si buscara deliberadamente un aspecto vulgar. Le sonrió a Isidore, pero sus ojos pequeños, brillantes, eran huidizos.

     Estamos buscando… –dijo la rubia pequeña, y en ese momento miró más allá de Isidore y su rostro se iluminó de felicidad. Pasó velozmente al lado del hombre, exclamando–: ¡Pris! ¿Cómo estás?

Isidore se volvió. Las dos mujeres se abrazaban. Se hizo a un lado, y entró el sombrío y corpulento Roy Bety, con su sonrisa torcida en inexpresiva.
 
Philip K. Dick

 

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