miércoles, 12 de junio de 2013

Referentes literarios en Una lectora nada común, de Alan Bennett


 
Su trabajo consistía en mostrar interés, pero no en interesarse. Y además leer no era hacer algo. Ella hacía cosas.

Cuando empezamos un libro lo terminamos. Nos han educado así. Libros, pan y mantequilla, puré de patatas: no hay que dejar nada en el plato. Siempre ha sido nuestra filosofía.

A la caza del amor resultó ser una elección afortunada y, muy a su manera, memorable. Si Su Majestad hubiera escogida otro tostón, una de las primeras obras de George Eliot o una de las últimas de Henry James, lectora novata como era, habría podido abandonar la lectura para siempre y aquí no habría historia que contar. Habría pensado que los libros dan trabajo.

Su Majestad era muy convencional, y cuando empezó a leer pensó que quizá debiera hacerlo, al menos en parte, en el lugar habilitado a tal efecto, es decir, en la biblioteca. Pero aunque la llamasen así y estuviese, de hecho, tapizada de libros, rara vez –si es que hubo alguna– leía alguien allí. Allí se lanzaban ultimátums, se trazaban líneas, se recopilaban devocionarios y se decidían matrimonios, pero si alguien quería enfrascarse en un libro, la biblioteca no era el lugar adecuado. Ni siquiera era fácil echar mano de un volumen en los anaqueles abiertos, así llamados a pesar de que estaban secuestrados dentro de jaulas doradas y cerradas con llave. Muchos eran de un valor incalculable, lo cual constituía otro impedimento. No, para leer era mejor hacerlo en un lugar no destinado a ello. La reina se sintió así legitimada a volver al piso de arriba.

Aunque patrocinadora de la Biblioteca de Londres, apenas había puesto un pie allí y tampoco, por supuesto, Norman, que volvió entusiasmado. Aquel lugar era una antigüedad, la clase de biblioteca de la que sólo había oído hablar en los libros y que había creído relegada al pasado. Había recorrido sus laberínticos estantes maravillado de poder (o, mejor dicho, de que ella pudiese) llevarse prestado cualquier libro que se le antojase. Tan contagiosa era su emoción que la reina pensó que la próxima vez tal vez le acompañaría.

Lo que asimismo estaba descubriendo era que un libro llevaba a otro, nuevas puertas se abrían dondequiera que mirase y los días no eran lo bastante largos para leer todo lo que ella quería.

Aleccionar no es leer. De hecho es la antítesis de la lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y siempre incitante. El aleccionador cierra un tema, la lectura lo abre.

Tras haber descubierto los placeres de leer, a Su Majestad le encantaba transmitírselos a los demás

—¿Lee, libros? —Casi nunca encuentro tiempo. —Es lo que dice mucha gente. Hay que encontrarlo. Por ejemplo esta mañana. Va a estar esperándome sentado delante del ayuntamiento. Podría leer entonces. —¿Leer? Pues claro que leía. Todo mundo leía. Abrió la guantera y sacó su ejemplar del sun.

La lectura, sin embargo, le incomodaba. —Creo señora, que aunque no exactamente elitista, transmite una mala onda. Tiende a excluir. —¿Excluir? Pero casi todo el mundo sabe leer...   —Sabe leer,  señora, pero no estoy seguro de que lo hagan. —Entonces, Sir Kevin, le estoy dando un buen ejemplo.

¿Pasatiempo? Los libros no hablan de pasar el tiempo. Hablan de otras vidas. Otros mundos.

—Creo que leo porque tenemos el deber de descubrir cómo es la gente. Norman no se sentía sometido a ninguna obligación así y no leía para instruirse, sino por puro placer, aunque veía que parte del placer residía en aprender. Pero el deber no influía en absoluto.

A los libros no les importaba quién los leía o si alguien los leía o no. Todos los lectores eran iguales, ella incluida. La literatura, pensó, es una mancomunidad, las letras, una república. La república de las letras. Los libros no se sometían. Todos los lectores eran iguales y esto le remontaba a los comienzos de su vida. era un acto anónimo; era compartido, era común.

En cuanto cogió ritmo, el deseo de leer dejó de parecerle extraño y los libros, a los que se había acercado con tanta precaución, se convirtieron poco a poco en su elemento.

Un libro es un artefacto para encender la imaginación.

La reina había abandonado sus antiguas pautas de interrogación –años en el servicio, la distancia recorrida, lugar de origen– y había adoptado una nueva táctica para entablar conversación, a saber: “¿Qué está leyendo en este momento?” para lo cual muy pocos súbditos leales de Su Majestad tenían una respuesta preparada. Aunque uno lo intentó: “¿La Biblia?” de ahí las pausas embarazosas que la reina solía llenar diciendo: “Yo estoy leyendo…”, y a veces incluso rebuscaba en el bolso y les dejaba vislumbrar el afortunado volumen. No era de extrañar que las audiencias se volvieran más largas e irregulares y que un número creciente de sus cariñosos súbditos se marchara lamentando no haber estado a la altura y con la sensación de que la soberana en cierto modo les había lanzado una pregunta envenenada.

—¿Qué está leyendo? Pero ¿qué clase de pregunta es ésa? La mayoría de la gente, pobre, no está leyendo nada. Pero si alguien lo dice, la señora mete la mano en el bolso, saca un volumen que acaba de terminar y se lo regala.

Leer es retraerse. No estar disponible. Sería más fácil de asimilar si fuera una actividad menos... egoísta. —¿Egoísta? —Quizá debería decir solipsista. Tendríamos que asociar sus lecturas con una finalidad más amplia: la alfabetización del país entero, por ejemplo, o mejorar el nivel de lo que leen los jóvenes. —Nosotros leemos por placer. No es un deber público. —Quizá debería serlo.

Así las cosas, a menudo topaban con ella en rincones extraños y poco frecuentados de sus diversas residencias, con las gafas en la punta de la nariz y un lápiz a su lado. Lanzaba una breve ojeada y levantaba una mano, en vago ademán de reconocimiento. “Bueno, me alegro de que haya alguien feliz”, decía el duque. Y era verdad: ella lo era. Le gustaba leer más que ninguna otra cosa y devoraba libros a una velocidad pasmosa, aunque, aparte de Norman, no hubiera nadie que pudiera pasmarse.

Sentía respecto a la lectura lo mismo que algunos escritores sienten respecto a la escritura: que era imposible prescindir de ella y que en aquella etapa tardía de su vida ella había sido elegida para leer del mismo modo que otros lo habían sido para escribir.

La propia infinitud del número de libros era un desafío y no sabía por dónde continuar; no leía con método, sino que un libro conducía a otro y a menudo leía dos o tres al mismo tiempo. La fase siguiente fue cuando empezó a tomar notas, y a partir de entonces leía siempre con un lápiz a mano, no para resumir el texto sino simplemente para transcribir pasajes que le gustaban. Sólo al cabo de un año, más o menos, de leer y tomar notas, se aventuró a apuntar algunos pensamientos propios. “Considero la literatura”, escribió, “un vasto país que estoy recorriendo, pero a cuyos confines más lejanos no llegaré nunca. Y he empezado muy tarde. Nunca me pondré al día”.

“¿Soy la única”, escribió, “que querría echar un rapapolvo a Henry James?” “Entiendo por qué el doctor Johnson es tan apreciado, pero mucho de lo que dice ¿no es pura broza dogmática?” Estaba leyendo a Henry James a la hora del té cuando dijo en voz alta: —Oh, termina de una vez.

En el momento no se le ocurrió pensar que aquel arranque de consideración tuviese algo que ver con los libros y hasta con el perpetuamente irritante Henry James. Pero más adelante sí lo pensaría y en una de sus últimas notas escribió: “Creo que quizá me estoy convirtiendo en un ser humano. No estoy segura de que sea una evolución bien recibida”. Y a continuación se le ocurrió poner la fecha.

Un escritor escocés se reveló particularmente temible. A la pregunta de dónde le venía la inspiración, dijo brutalmente: “No viene, Majestad. Hay que salir a buscarla”.

La reina no tardó en llegar a la conclusión de que probablemente lo mejor era conocer a los escritores en las páginas de sus novelas, y más bien como productos de la imaginación del lector, al igual que los personajes de sus libros. No parecían agradecer que alguien hubiera tenido la gentileza de leer sus escritos. Al contrario, parecían haber tenido la amabilidad de escribirlos.

Empezó su alocución navideña con el párrafo inicial de Historia de dos ciudades (“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”), pero lo hizo muy bien. Al leer directamente del libro y no del teleprompter recordó a sus oyentes más viejos (que eran la mayoría) a aquellos maestros que les leían en la escuela y de los que algunos todavía se acordaban.

—La señora está cansada –decía su sirvienta al oírla rezongar ante su mesa–. Es hora de que la señora se tome algún descanso. Pero no era eso. Era la lectura, y había veces que deseaba no haber abierto nunca un libro y entrado en otras vidas. La había echado a perder. O al menos la había echado a perder para su oficio.

Había advertido que las preferencias de Norman a veces eran sospechosas. En igualdad de condiciones, tendía a preferir autores gay, de ahí su conocimiento de Genet. Algunos le gustaban –las novelas de Mary Renault, por ejemplo, la fascinaban–, pero no tanto otros de creencias heréticas, como Denton Welch (un predilecto de Norman), que le parecía demasiado morboso, e Isherwood (no tenía tiempo para sus meditaciones). Era una lectora rápida y directa; no quería regodearse en nada.

Obras de Thackeray, Balzac, Turguéniev, Dickens, Trollope, George Eliot, Hardy, que en otro tiempo habría juzgado inaccesibles, pero que ahora recorría de principio a fin, con el lápiz siempre a mano, y reconciliándose en el proceso incluso con Henry James, cuyas divagaciones a esta altura le parecían bien. “Al fin y al cabo”, anotó en su libreta, “las novelas no se escriben en línea recta”.

—No hay nada malo en leer, señora. —Nos alivia oír eso. —Es cuando se lleva al extremo. Ahí está lo malo. —¿Está sugiriendo que racionemos las lecturas?

—¿Alguna vez Su Majestad ha pensado en escribir? —No –contestó la reina, aunque era mentira–. ¿De dónde sacaríamos el tiempo? —Lo saca para leer. Lo cierto era que Sir Claude no tenía idea de lo que la reina debería escribir o incluso de si debería escribir, y sólo le había sugerido la escritura para apartarla de la lectura y porque según su experiencia rara vez se escribía. Era un impasse. Llevaba veinte años escribiendo sus memorias y ni siquiera había escrito cincuenta páginas. —Sí. Su Majestad debe escribir. Pero yo puedo darle un consejo. No empiece por el principio. Es un error que yo cometí. Empiece por la mitad. La cronología es muy disuasoria.

“No tengo voz”. Se le ocurrió la idea (que anotó al día siguiente) de que leer era, entre otras cosas, un músculo que ella, al parecer, había desarrollado. Leyó la novela con gran placer y sin tropiezos, riéndose de observaciones que apenas pretendían ser jocosas y en las que no había reparado antes. Y a través de todo el texto oía la voz de Ivy Compton-Burnett, nada sentimental, severa y juiciosa. Oía su voz tan claramente como horas antes, aquella noche, había oído la de Mozart. Cerró el libro. Y repitió en voz alta: “No tengo voz”.

Ella, que nunca había estado sometida a nadie, sería igual que todo el mundo. Leer no cambiaba esto; escribir quizá lo hiciera.

Si le hubieran preguntado si la lectura había enriquecido su vida habría contestado que sí, sin duda alguna, aunque habría añadido con la misma certeza que al mismo tiempo la había vaciado de toda finalidad. En otra época era una mujer resuelta y segura de sí misma, que sabía cuál era su deber y tenía intención de cumplirlo todo el tiempo que pudiera. Ahora muchísimas veces estaba dubitativa. Leer no era actuar, eso era lo malo. Y a pesar de su edad era una mujer activa. Volvió a encender la luz, tomó su libreta y escribió: “No pones la vida en los libros. La encuentras en ellos”. Y se quedó dormida.

Descubrió, sin embargo, que cuando había escrito algo, aunque sólo fuese una anotación en su libreta, estaba tan feliz como lo era antaño leyendo. Y otra vez cayó en la cuenta de que no quería ser una simple lectora. Un lector era casi lo mismo que un espectador, mientras que cuando escribía, actuaba, y actuar era su deber.

—Me pregunto –dijo ella, dirigiéndose a su otro vecino– si como profesor de escritura creativa admitiría que leer ablanda, mientras que escribir hace lo contrario. Para escribir hay que ser duro, ¿no cree? Nadie iba a decírselo, pensó. Escribir, como leer, era algo que tendría que hacer por su cuenta.

Como quizá algunos sepan, en los últimos años me he convertido en una voraz lectora. Los libros han enriquecido mi vida de una forma que nunca habría esperado. Pero los libros no lo son todo y creo que es hora de pasar de lectora a escritora, o al menos de intentarlo.

El libro de Proust es largo, pero si el esquí acuático lo permite, se puede leer entero en las vacaciones de verano. Al final de la novela, Marcel, que es el narrador, repasa una vida que en realidad no ha sido muy fructífera y decide redimirla escribiendo la novela que de hecho acabamos de leer, y de paso desentraña algunos de los secretos de la memoria y el recuerdo.

Los libros, como sin duda sabe, no suelen inducir a la acción. Los libros, por lo general, sólo nos confirman lo que, quizá involuntariamente, ya hemos decidido hacer. Leemos un libro para que nos confirme nuestras convicciones. Un libro, por así decirlo, cierra el libro.

—Quien sabe –dijo la reina, alegremente–, quizá desemboque en literatura. —Yo habría pensado –dijo el premier– que Su Majestad estaba por encima de la literatura. —¿Por encima? –dijo ella–. ¿Quién está por encima de la literatura? Es como si dijera que estoy por encima de la humanidad. Pero, como digo, mi propósito no es primordialmente literario: análisis y reflexión.

Pero no hay que hablar de escribir porque entonces no se escribe nunca.
 
Escritores leídos por Su Majestad:
Jean Genet
Cecil Beaton
David Hockney
Ivy Compton-Burnett
Nancy Mitford. A la caza del amor /  Amor en clima frío
George Eliot
Henry James
J. R. Ackerley. Mi perro Tulipán / Autobiografía
Lewis Carroll. Alicia en el país de las maravillas
E. M. Forster. Howards end
Masefield
Walter de la Mare
T. S. Eliot
Priestley
Philip Larkin. “Los árboles”
Ted Hughes
Robert Frost
Diccionario de citas
Charles Dickens. Grandes esperanzas
Anita Brookner
Ian McEwan
A. S. Byatt
Dylan Thomas
John Cowper Powys
Jan Morris
Kilvert
Andy McNab
Joanna Trollope
Virginia Woolf
Harry Potter
Kamasutra
Vikram Seth
Salman Rushdie
Sylvia Plath
Lauren Bacall. Memorias
Winifred Holtby
Thackeray
Las Brontë
Thomas Hardy. La convergencia de dos
Babat
Betjman
Proust
George Painter. Biografía de Proust
Pepys
Alice Munro
Rose Tremain
Kazuo Ishiguro
Beckett
Nabokov
Philip Roth. Lamento de Portnoy
Mary Renault
Denton Welch
Isherwood
Balzac
Turguéniev
Jane Austen
Dostoievski
Lord David Cecil
Anthony Trollope
Shakespeare. El rey Lear (Cordelia)
Swift
Oscar Wilde. La importancia de llamarse Ernesto (Lady Bracknell)
Emily Dickinson
Noel Coward
Laurence Sterne. Tristam Shandy
Hojas de un diario en Highland.- Victoria
La historia de un rey.- Eduardo, duque de Windsor

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