lunes, 25 de febrero de 2013

Para leer en la Owen... una bocanada de aire fresco y reavivador


El jardín secreto

Francés Hodgson Burnett

El petirrojo que le mostró el camino
Mary estuvo observando la llave durante un buen rato; le dio vueltas y más vueltas, y sopesó mucho el hallazgo. Como ya dije antes, era una niña a la que no se le había enseñado que había que pedir permiso o consultar a las personas mayores. Así pues, se puso a pensar si aquélla era efectivamente la llave del jardín secreto y daba con la puerta de entrada, podría por fin averiguar qué escondían los muros de dicho jardín y cuál había sido la suerte de los viejos rosales. Y lo que le impulsaba a desearlo con tanto anhelo era precisamente el hecho de que el jardín hubiera estado tanto tiempo cerrado, como si eso lo hiciera distinto de otros lugares; además, pensó, en diez años se ha debido transformar en un lugar desconocido. En conclusión, se dijo, de gustarle el jardín iría allí todos los días y cerraría la puerta tras de sí, y podría inventarse un juego y jugar ella sola y nadie sabría su paradero, sino que todos se pensarían que la puerta seguía cerrada y la llave enterrada; tal devaneo complació mucho a la niña.
Su imaginación, desde hacía tanto tiempo aletargada, comenzaba ahora a despertar gracias a que vivía, prácticamente ella sola en una mansión de cien habitaciones misteriosamente cerradas con llave; sin duda que también contribuía a despabilarle el magín aquel aire fresco, todo vigor y pureza que soplaba desde el páramo. Si el aire le abría el apetito, los vientos le removían la sangre, tal era la fuerza que necesitaba para someterlos; ambos elementos habían empezado, además, a animar su mente y su manera de ver las cosas. En la India, recordaba la niña, hacía mucho calor y siempre se había sentido demasiado lánguida y cansada para preocuparse de nada; mas ahora empezaba a mostrar interés y a querer hacer cosas nuevas, y hasta se sentía menos “desavenida”, aunque no sabía por qué.
Se metió la llave en el bolsillo y anduvo arriba y abajo por el sendero. Por allí no solía ir nadie, salvo ella, de modo que podía caminar despacio y observar el muro, o mejor dicho, la hiedra que lo cubría por completo. Y curiosamente era la hiedra lo que desconcertaba a la niña, pues por más atención que prestara no podía ver sino hojas y más hojas, de un verde lustroso y oscuro, que crecían tupidamente por todas partes. ¡Qué desencanto el suyo! ¡Si hasta se volvió a sentir un poco desavenida al acercarse al muro y ver cómo se asomaban los árboles del otro lado! ¡Qué absurdo, se dijo, estar tan cerca y no poder entrar! Así que, con la llave en el bolsillo, regresó a la casa, y decidió que siempre que saliera a los jardines la llevaría consigo, por si acaso daba con la puerta secreta.
La señora Medlock había permitido a Martha que pasara la noche en la casita del páramo; a la mañana siguiente, la muchacha estaba de vuelta con las mejillas más arreboladas que nunca y del mejor humor.
—Me levanté a las cuatro la mañana —dijo—. ¡Ay, qué bonito estaba el páramo, con los pajarillos piando y los conejos correteando por tas partes y el sol que salía por el rizonte! Y parte del camino me llevó un carretero en el carro, y te digo que vaya cómo midivirtí.
No hacía más que contar cosas sobre lo bien que lo había pasado… Su madre, dijo, se puso muy contenta de verla y ambas habían pasado la jornada preparando comida en el horno, y también lavando. Hasta les había hecho a cada uno de sus hermanos una pasta rellena de un poco de azúcar morena.
—Cuando llegaron los niños de jugar en el páramo, acabábamos de sacar las pastas del horno, y vaya aroma cabía por ta la casa… un olor a hornada y un buen fuego, y nacían más que gritar dalegría los pequeños. Si el Dickon dijo que nuestra casita era digna dun rey.
Por la noche se habían sentado todos alrededor de la chimenea, y Martha y su madre habíanse dedicado a remendar la ropa y a zurcir calcetines, y Martha les había hablado de la niña recién llegada de la India; una niña a la que toda su vida la habían servido los «negros», como decía Martha, y que ni siquiera sabía ponerse las medias.
—¡Cómo les gustó que les contara cosas de ti! —dijo Martha—. Querían saberlo to de los negros, y del barco en el que viajaste. Si no daba yo abasto pa contarles cosas.
Mary reflexionó un instante.
—Para el próximo día que libres, te contaré muchas más cosas —dijo—, para que así se las puedas decir a tus hermanos. Seguro que querrán saber cómo se monta en elefante y en camello… y también te hablaré de los oficiales que salen a cazar tigres.
—¡Dios mío, pero si se voverían locos de contentos! —exclamó Martha, del todo encantada; y por unos instantes dejó de tutear a Mary—. ¿De verdad lo haría usted, señorita? Sería parecío a un pectáculo de bestias salvajes que nos contaron cubo una vez en la ciudá de York.
—Bueno, la India es muy distinta de Yorkshire —dijo Mary con lentitud, como si estuviera pensando en la cuestión—. Nunca se me había ocurrido antes. Por cierto, ¿les gustó a Dickon y a tu madre que les hablaras de mí?
—Ya lo creo, pues a Dickon se le pusieron los ojos como platos —comentó Martha—. Pero a mi madre no lagradó que tuviás que estar tú sola, y me dijo, dice: «¿Es que el señor Craven no ha contratao a sus estetutriz o un aya?», y yo le contesté: «Pues no, pero la señora Medlock dice que el señorito lará cuando se locurra, pero calomejor no se locurre en dos o tres años».
—Yo no quiero una institutriz —dijo Mary con decisión.
—Pero mi madre dice que tendrían questar aprendiendo la tografía a esta edá, y que te tendría que cuidar alguna señora, y me dijo, dice: «Mira, Martha, ¿cómo te sintirías tú en un lugar tan grande como ése, merodeando tú solita, y sin madre? Haz lo que puás pa animar a esa niña», y yo le dije casí laría.
Mary la miró durante un momento fijamente.
—Pero si me animas mucho —dijo—, y me gusta oírte hablar.
Martha salió de la habitación y al poco rato regresó con algo escondido bajo el delantal.
—¿Qué te parece? —le dijo con una alegre sonrisa—. Te comprao un regalo.
—¡Un regalo! —exclamó la señorita Mary. ¿Cómo era posible, dijo para sí, que en una casa donde había catorce personas que alimentar se pudiera hacer regalos a nadie?
—Había un vendedor bulante quiba por el páramo —explicó Martha—, y paró el carro delante de nuestra casa. Tenía cazuelas y pucheros y de to un poco, pero mi madre no tenía dinero pa comprar na. Y cuando ya siba el vendedor, mi hermana la Elizabeth Ellen gritó: «Madre, que tié combas con asas rojas y azules» Y mi madre le dijo al vendedor: «Eh, oiga, señor, ¿a cuánto son?», y el otro fue y contestó que dos peniques. Y mi madre se metió la mano en el bolsillo y empezó a rebuscar, y me dijo: «Martha, tas traído a casa el sueldo como una buena hija, y ya tengo dónde destinar hasta el último penique, pero voy a sacar dos monedas pa comprarle a esa niña una comba», y mi madre te la compró y aquí la tiés.
Y Martha sacó la comba que había escondido bajo el delantal y se la mostró orgullosamente. Era una cuerda fuerte aunque delgada, con un asa de franjas rojas y azules en cada extremo. Pero Mary nunca había visto una comba en su vida, de modo que la observó con perplejidad.
—¿Para qué es? —preguntó interesándose por ella.
—¿Cómo que paqués? ¿Acaso no hay combas allán la India? ¡Pero si tién lefantes y tigres y quemellos! ¡Pues no mestraña que sean casi tos negros! Mira, ansí sace, mira, mira…
Y Martha se colocó en mitad de la habitación y tomando un asa en cada mano se puso a saltar, mientras Mary dio la vuelta a su silla para observarla; hasta parecía que los extraños rostros de los viejos retratos también la observaban, y se debían preguntar qué podía estar haciendo allí aquella muchachita del campo con todo su descaro. Pero a Martha no le interesaba la expresión de los retratados; lo que le despertaba gran curiosidad era la cara que ponía la señorita Mary, eso sí que le encantaba. La muchacha iba contando al saltar, y siguió saltando hasta que llegó a cien.
—Y podría seguir —dijo al dejar de saltar—. Si a los doce años llegué a quinientos, pero tonces no era yo tan gorda y tenía más práctica.
Mary se levantó de la silla y empezó a sentir un gran entusiasmo.
—¡Es preciosa! —dijo—. Tu madre es muy buena. ¿Crees que podré saltar como lo haces tú?
—Inténtalo —dijo Martha, y le dio la cuerda—. Al principio no podrás llegar a cien, pero si practicas mucho larás ca vez mejor. Eso es lo que dijo mi madre. Y también dijo: «Si no hay na que sea más bueno pa esta niña, si es el mejor juguete. Que salga al aire libre y que salte y que estiré bien esos brazos y esas piernas, y ansí se le podrán bien fuertes».
Era evidente que Mary no tenía ni un ápice de fuerza ni en los brazos ni en las piernas cuando empezó a saltar, y además no se le daba nada bien; pero le gustaba tanto que no quería ni parar.
—Venga, ponte tus cosas, y ve a saltar a los jardines —dijo Martha—. Mi madre ma dicho que tiés que estar al aire libre lo más que puás, hasta los días que llueva, si es que no llueve mucho. Ansí cabrígate bien.
Mary se puso el abrigo y el sombrero, y se enrolló la comba en el brazo. Luego abrió la puerta para salir, pero se detuvo porque de pronto pensó en algo; regresó a su habitación con una cierta parsimonia.
—Martha —le dijo—, era tu sueldo, eran tus dos peniques en realidad. Gracias.
Lo dijo de una manera muy ceremoniosa, porque no estaba acostumbrada a agradecer nada a los demás, ni a darse cuenta de que le hacían favores.
—Gracias —volvió a decir, y tendió la mano a Martha porque no sabía qué hacer.
Martha le estrechó la mano con torpeza, pues tampoco ella estaba habituada a estas cosas. Y luego se echó a reír.
—¡Ay que si eres rara! ¡Como si fuás una vieja! —le dijo la muchacha—. Si hubiás sío mi hermana, la Elizabeth Ellen, mabrías dao un beso.
Mary parecía aún más tiesa que nunca.
—¿Quieres que te dé un beso?
Martha se volvió a reír.
—No, yo no —contestó—. Pero si fuás diferente, lomejor querrías dármelo tú. ¡Pero no lo eres, ansí que sal al jardín a jugar con la comba, ea!
La señorita Mary se sintió un poco violenta al salir de la habitación. ¡Qué raras eran las personas de Yorkshire!, se dijo, y Martha… hasta le parecía indescifrable. Sin embargo, aunque al principio le había disgustado su persona, ahora ya no era así.
En el jardín, la comba le pareció maravillosa. La niña contaba y saltaba, saltaba y contaba, hasta que las mejillas se le enrojecieron con el ejercicio; además, nunca en su vida había sentido tanto interés como el que sentía hacia aquella actividad. El cielo se había despejado y corría un aire ligero: no era un viento áspero, sino una brisa que iba llegando en breves y deliciosas ráfagas y que traía consigo el aroma de la tierra recién excavada. La niña fue saltando por el jardín donde estaba la fuente, y subió por un paseo y bajó por el otro. Luego por fin llegó saltando hasta una huerta donde vio a Ben Weatherstaff; estaba cavando y hablándole a su petirrojo, el cual brincaba en torno suyo. La niña recorrió saltando el sendero que llegaba hasta donde estaba Ben, y éste levantó la cabeza y la miró con expresión de curiosidad. No estaba segura de si el jardinero se había dado cuenta o no de su presencia; y es que quería de verdad que la viera saltar.
—¡Vaya! —dijo Ben—. ¡No me lo creo! Si lomejor eres una niña después de to, y lomejor tiés en las venas sangre de creatura y no leche agria. Como que me llamo Ben, si te san puesto las mejillas encarnás de tanto saltar. No mabría creído yo que pudiás tú saltar desa manera.
—Nunca había saltado antes con una comba —dijo Mary—. Estoy empezando. Llego hasta veinte.
—Sigue, sigue ansí —dijo Ben—. ¡No lo haces mal pa ser una ca vivido con paganos. ¡Ay cómo te mira! —dijo, señalando con la cabeza al petirrojo—. Te siguió ayer de cerca. Y hoy hará lo mesmo. Querrá saber qué es la comba esa que llevas, porque nunca ha visto una. ¡Eh! —le dijo al pájaro, meneando la cabeza—, esa curiosidad que tiés te va a matar si no tespabilas.
Mary fue saltando por todos los jardines y por la huerta, y descansaba cada pocos minutos. Luego llegó al sendero que tanto le gustaba y decidió ir saltando de un extremo a otro. Era un buen trecho, así que empezó despacio; pero al llegar a la mitad del sendero estaba sin aliento, y sentía tanto calor que hubo de pararse; pero no le importó, porque ya había contado hasta treinta. Se detuvo, riéndose de alegría, cuando hete aquí que ahí estaba el petirrojo, columpiándose en un largo tallo de hiedra; la había seguido y la saludó con su gorjeo. Al acercarse saltando hasta donde estaba el pajarito, Mary notó algo pesado en el bolsillo que le golpeaba con cada saltó, y cuando vio al petirrojo se volvió a reír.
—Ayer me enseñaste dónde estaba la llave —le dijo—. Hoy me tienes que decir dónde está la puerta… pero no te creo, ahí no está.
El pajarito marchó volando del tallo oscilante de la hiedra y se posó encima del muro, abrió el pico y comenzó a cantar un sonoro y bello trino, sólo por presumir. No hay nada tan hermoso y sublime como un petirrojo al que le guste vanagloriarse, y los petirrojos casi siempre hacen gala de sus habilidades con notable presunción.
Mary recordó que en muchos de los cuentos que le había contado su aya se hablaba de magia; y lo que estaba a punto de suceder no era sino un episodio mágico, habría de decir luego Mary al rememorar aquel instante.
Una de aquellas ráfagas de viento tan agradable vino con más fuerza que las demás. Tenía tal ímpetu que agitó las ramas de los árboles e hizo oscilar los tallos de la hiedra sin rematar que pendían del muro. Mary se hallaba muy cerca de donde se había posado el petirrojo. Y de pronto el viento empujó hacia un lado los extremos sueltos de la hiedra; y más repentinamente aún, la niña se abalanzó sobre una de las ramas y la sujetó con la mano; y lo hizo porque acababa de ver algo bajo las hojas: un tirador redondo, que hasta entonces permanecía oculto bajo el follaje… Era el tirador de una puerta.
La niña pasó las manos por detrás de la hiedra, y tiró de las hojas y las empujó hacia un lado. Aunque la hiedra era muy tupida, la mayoría de las hojas no formaba sino una cortina suelta y oscilante; parte, sin embargo, de esta cortina había invadido la madera y el hierro de la puerta. El corazón de Mary se puso a latir deprisa y sus manos le temblaban un poquito de la emoción y la alegría. El petirrojo seguía cantando y piando, y movía la cabeza a uno y otro lado, como si estuviera tan contento como ella. ¿Qué podía ser aquello bajo sus manos, de forma cuadrada y hecho de hierro, y donde palpó un orificio con los dedos?
Era el cerrojo de la puerta que había estado cerrada por espacio de diez años, y Mary introdujo la mano en el bolsillo, sacó la llave y la metió por aquella cerradura: encajaba a la perfección. Empujó la llave y le dio una vuelta; tuvo que usar las dos manos, pero la llave giró.
Mary dio luego un hondo suspiro y miró a ver si venía alguien por aquel largo sendero. No había nadie; si además nadie, pero que nadie, venía jamás por allí. Suspiró de nuevo sin poder contenerse, retiró hacia un lado la cortina oscilante de hiedra y empujó la puerta, la cual se fue abriendo muy, muy despacio.
Y la niña atravesó el umbral de la puerta y la cerró
tras de sí, y se quedó allí mirando a su alrededor,
jadeando de emoción, de asombro y de regocijo.
Y es que estaba dentro del jardín secreto.

 

 

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