miércoles, 12 de diciembre de 2012

Escribir un cementerio


Trabajos del Taller de creación literaria La tumba sin sosiego
Dirigido por Elizabeth Flores

 

Silvia Navarrete Aguilar
No hay mujeres llorando ni hombres con caras largas. En el pequeño huerto se ven dos ramos de flores, dos cirios, Ah y está él, tan pequeño e insignificante como su vida. Cuando estaba de pie era alto, muy alto, ahora con esa manta encima parece nada. Él estaba loco y tenía padre, él era loco y tenía hermanos, él estaba loco y amaba. Él era solidario, estaba loco… ¿quién lo amaba? Tenía una hermana, él trabajaba, le compraba cuadernos, lápices y trabajaba. Pifa, deja a mi hermana salir de pastora, le cantará a la virgen, yo le compro el vestido. Él estaba loco. Pasó desapercibido por la vida, solo labraba el campo, no escribió un libro, nunca vistió un traje y aún así amó. Él era delgado y fuerte como un árbol, los árboles no usan traje ni escriben libros. Él estaba loco.

 
Mary.- Jesús Alberto Ríos Osuna
Mary se encontraba sentada en su cuarto frente al espejo, mirándose, pero en él no veía nada, sólo su cuarto reflejado en él, un ruido inquietante no la dejaba dormir y un monstruo todo el tiempo la seguía, ya no lo hacía.
Salió de su cuarto, los trastes estaban sucios, la luz fallaba, las paredes estaban oxidadas y manchadas, y la ropa seguía sucia.
Tomó una revista y se sentó en una cómoda de la sala, en la portada un artículo decía: “Cae el muro de Berlín. Fin del socialismo”. La revista estaba en blanco y negó y la fecha era muy antigua.
Ella prendió la tele y vio un reportaje, los colores eran vivos y el sonido alto, ella no comprendía qué pasaba, sólo veía la tele y el tiempo transcurrió como si fuesen segundos.
Comenzaron las interferencias en el televisor, un ruido inquietante molestó a Mary y una sombra se acercó a ella, la luz empezó a fallar aún más de lo normal, las paredes comenzaron a congelarse y un aire muy frío llenó el lugar, Mary sentía su corazón vibrar estrepitosamente, no dejaba de sudar, la tele se apagó, el periódico desapareció, todo daba vueltas mientras sentía que una aguja le traspasaba su pierna. Era el monstruo otra vez, sintió sueño, cayó en un piso reconfortante y durmió.
Al otro día, Mary estaba sentada en su cuarto frente al espejo, mirándose, pero en él no veía nada...

 
Nunca olvidada.- Jair R. Sato

Sobre su tumba no hay lágrimas. La hierba mecida por el viento balbuce unos pasos. Quien yace dentro no sabe de su plática con el loco que cuida su sepulcro.

 
Octavio Valdez
    Ya te dije, si sigues de piruja no vengas a ver al niño. ¡Haz cuenta que pa’ nosotros estás muerta! –Al escuchar eso de salida, maldijo la memoria de su abuela: Hija de tu puta madre, pero bien que agarras el dinero– dijo por lo bajo.
Lo último que escuchó de su madre, por alguna razón, le recordó a ese tipo que en ocasiones la buscaba. A ella le parecía que era como una morgue: impecable, reluciente por fuera. Un buen carro, buena ropa, pero frío y podrido por dentro. Le pareció odioso desde el primer momento en que la abordó —Mija, ¿vamos a un entierro?–. Pronunciándolo con pretensión de picardía, que en su boca, una línea delgada, recta y rosada; una herida de abrecartas, causaba repulsión. Tuvo que convencerse acudiendo al argumento final del deber a la profesión, que de trasfondo tenía la necesidad y el hambre, para irse con él. Después de ese primer momento lo demás era fácil, había desarrollado un mecanismo en el que su dilatación era un acto reflejo.
Yacía bajo el vaivén con su mirada fija al techo, escuchaba sus gemidos y en respuesta emitía otros, no como expresión de placer sino como método para que acabara lo antes posible. Algunas palabras borroneadas por el jadeo le hablaban francas tonterías de su cuerpo, pero en ese momento se ahondaba en el recuerdo. Veía a un pequeño jugando con un camioncito de carga, medio destartalado, enseguida, con pasos animados lo empuja a otro rincón del patio donde se ha formado un charco, deja caer el cargamento, la tierra se sumerge en el agua y en el rostro del niño estalla una sonrisa.
Los últimos estertores y bufidos de él la trajeron de vuelta. Se retira el condón de su miembro flácido con ademanes de quien hace cirugía mayor. — Te gustó, verdad, se te ve en la cara. No, si a la que no le gusta le encanta–. Toma su cartera y le extiende un par de billetes. Ella se limpia un poco y se viste mientras en sus oídos se van las últimas reminiscencias de la risa que alcanzó a escuchar, la media sonrisa se borra. Toma el dinero. — Sí, papacito, estuviste fabuloso–. Le da un beso rápido y se dirige a la puerta. — Tengo que irme, guapo. Te espero otro día.
Al salir de su entierro, algo del otro lado de la puerta emite palabras, pero no las alcanza a escuchar ni le importan. Se encamina. Ya sabe en ese momento para quién va a ser el dinero de la Morgue.


Helen Valenzuela
Algunas luces iluminan mi camino, muchas veces pensé que esto sería una locura, cómo puedo estar aquí en este lugar donde el único ruido es el aire que me cubre de pies a cabeza, todavía no sé qué busco, estoy a punto de pisar una tumba que apenas se le distingue una cruz, que tristemente tiene inscrito un nombre ilegible, parece abandonada, me pregunto ¿cuántas personas estarán abandonadas aquí? Me detengo un momento y pienso “jamás se darán cuenta”. Entonces, el llevar flores cada día de muertos, no cabe duda, es una tradición. Me río irónicamente y sigo mi camino.
A mi paso puedo ver tumbas desde las más opulentas, que no sólo son un recinto donde descansan huesos, están las que se han perdido al ras de la tierra, olvidadas por los vivos. Observo fechas y nombres, en ellas hay historias, pero no estoy buscando eso. Sigo  caminando, la yerba parece ceder a mis pisadas, el suelo es irregular, en algunos momentos siento caer en un vado y otros estar por encima de ellos. Con cada pisada que doy estoy tan cerca de los cuerpos que yacen en este lugar sagrado o camposanto, como lo llaman los católicos, la brisa cubre mi cara, en la bruma se pierde mi cuerpo, ni yo misma puedo ver mis manos, el zumbido del aire parecen voces que se pierden en los arbustos...

 
La casa familiar.- Adriana Velderrain Carreón
El gran cuarto, los retratos que te siguen con la mirada a donde te muevas, las repisas cargadas de fragantes floreros, el piso impecable, las gavetas; la luz opaca que se filtra por los ventanales, el viento y sus murmullos, los árboles que dan sombra al portal, la quietud que ahí se respira... la pequeña cerró los ojos y sonrió al pensar en las charlas que por la noche sostendrían sus abuelitos con la tía Chole y el Cuauhtémoc largirucho, ya lo veía agachándose al cruzar el umbral, igual que en el resto de las casas ¿Quién de ellos cuidaría a Paulina? Seguro el tío Chichí se divertía asustándola con sus gestos y gruñidos, pero también le encantaba hacer reír a los sobrinos, lo bueno es que ahora llegaba Natalia para jugar con ella. ¡Oh, sí! Todo estaría bien en la casita, algún día ella también se iría a vivir ahí, veía sus departamentitos e imaginaba ¿junto a quién le tocaría dormir?
El ruido de la loza al cerrarse la sacó de su ensoñación. Sus hermanos abrazaban a su mamá y un tío ayudaba a su padre a levantarse de la banca; algunos familiares se habían retirado ya. La mujer echó una última mirada antes de salir de la cripta familiar y aspirar el aire del atardecer.

 

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